RELATOS DE VERANO EN SUBURBALIA. ¡NO MÁS EN AGOSTO! JOSEFA MOLINA


No creí que aquello me fuera a pasar de nuevo. Otra vez, ¡no! Mira que hice todo lo posible.
Tomé todas las precauciones necesarias. Incluso renuncié a mi inseparable pantalón vaquero.
Ese fallo no lo iba a cometer más. No, señora: ¿aguantar otra vez esa tela sin transpiración
ninguna pegada a mi cuerpo?, ¡ni de broma! Y mira que me costó tomar la decisión porque,
agosto tras agosto, no me quitaba el jodido pantalón de encima y, claro, eso me obligaba a
pasar la jornada entera a tan bajas revoluciones que ni un disco de Los Panchos.
Y entonces descubrí la rojez y, de forma instantánea, el picazón. ¿En serio? ¡Pero si me había
impregnado el cuerpo con la loción de farmacia! ‘Cien por cien efectiva’, me dijo la
farmacéutica cuando me sacó una cajita casi ínfima en la que se escondía un también ínfimo
pequeño bote de color blanco. '¿Y con esto será suficiente?', le pregunté con mi cara de ‘no me
creo nada, monina’. ‘Por supuesto, es la mejor, señora, con una sola vez, será suficiente para
repeler cualquier bicho volador’, afirmó con tanta convicción que abandoné la farmacia con mi
pequeño tesoro escondido en el fondo del bolso. Tan solo Gollum podría entender cómo me
sentía, mi tesssssoro, mi tesssssorooo...
Y ahora, ¿¿tenía dos rojos picotazos adornando mi muslo derecho?? De pronto, comenzó a
picarme a rabiar el carrillo derecho de mi trasero. En un movimiento rápido mi mano recorrió la
nalga como ninguno de mis amantes ha hecho nunca. ¿Otra picada? ¿En serio?
Me levanté de un salto y me miré en el espejo del baño. (Estaba bien ese espejo de cuerpo
entero en el que te podías observar de arriba abajo con una crudeza tal que llegaba a doler.
Claro que siempre ofende la realidad cuando la descubres de sopetón... pero eso queda para
otra ocasión). Y ahí estaba: en el mismo centro de toda la nalga. Enorme, reluciente,
ferozmente roja. Una gran picada de un mosquito, un maldito insecto que estaría durmiendo
plácidamente en cualquier rincón de la habitación del hotel con su estómago repletito de mi
sangre. Solo me consolaba la ingenua idea de que los litros de gin tonic que la noche anterior
metí en mi cuerpo, le hicieran algún tipo de mella en su asqueroso cuerpo de díptero.
¡Hasta aquí hemos llegado! Se acabó. No vuelvo a irme de vacaciones en agosto. Estoy harta
de los mosquitos y de su hambre infinita.
Se acabaron las cremas, el bikini, la arena y los gin tonics en la terraza del hotel. ¿O es que
acaso no es hermoso ver atardecer una fría tarde de invierno en las calles de cualquier lejana
ciudad? Pues eso.

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