Puerta al sur, capítulo 8 - Los ojos de las montañas
Si
en algún momento Rómak creyó que alcanzar las casas de los enanos sería escalar
unas cuantas fachadas de piedra, lo olvidaría para siempre. Él y Vandrine
habían pasado días ascendiendo entre peñascos y laderas a paso lento, pues la
mujer aún no disponía de todas sus fuerzas. Sin embargo, las ansias de alejarse
de Rósevart les apremiaban, pero fue ese mismo temor el que los llevó a pasar
por alto la búsqueda de algún sendero que no los hiciera sentir tan perdidos
entre las montañas. Había varias carreteras de comercio entre las Montañas
Ardientes y el reino de los humanos, y si bien el herrero había sido testigo de
cómo un grupo de enanos furiosos decidían terminar sus relaciones con el reino,
dudaba que toda la raza fuera a tener la misma opinión. Aunque era muy cierto
que no lo sabía todo acerca de ellos.
Y nunca lo sabría a aquel paso. Habían
sobrepasado una de las montañas más bajas y descendido hasta las faldas de la
siguiente, siempre rumbo al sur. Y después de ascender unas cuantas y pesadas
leguas, hallaron una caverna de cierta profundidad que les proporcionó un
refugio seguro. Allí, Vandrine tomó una determinación.
—Nos quedaremos aquí hasta que me recupere
del todo —dijo—. Siento que las heridas tiran de mí cada vez que escalo un solo
peñasco.
Rómak la miró. Era muy cierto que la mujer
no solo tenía los ropajes manchados de tierra, sino de sangre. Miró a su
alrededor, sentado en el umbral de aquella caverna. La primavera, aún duradera,
teñía de colores todas las laderas; había flores alargadas de color rosa que
sobresalían de entre la hierba fresca, y otras moradas y numerosas se
distinguían a menos altura que las primeras. Arbustos de zarzamora se dejaban
caer desde algunos peñones como cascadas verdes a las que el tiempo había
detenido, exponiendo los frutos de los que Rómak y Vandrine ya habían comido.
Lejos, y sobre todo en los valles y planicies, destacaban por encima de toda
vegetación algunos árboles solitarios, y podía verse a las aves que desde sus
ramas se lanzaban al vuelo rumbo a, quizá, alguno de los pequeños lagos o
riachuelos que podían distinguirse, semejantes a manchas de plateado cristal.
—Podemos quedarnos aquí, aunque hace frío
—dijo Rómak—. Algunas de las cumbres más altas están nevadas. Hallaremos todo
lo contrario cuando nos adentremos más en el sur.
—Volcanes, ¿no es así? Por eso estas son las
Montañas Ardientes —dijo Vandrine.
—Así es, y es cerca de ellos donde viven los
enanos. O al menos es de eso de lo que estoy seguro. Pues pensaba que habitaban
en cada una de estas montañas.
—Ya ves que no es así —dijo la mujer—. Al
menos ahora no volveremos a estar en manos de esos malnacidos secuaces del rey,
por un tiempo. Regresaré, y arrancaré con mis propias manos la cabeza del rey,
si aún no dispongo de un arma.
—Tendrás una, como te dije antes de
abandonar Rósevart. Y ni siquiera el poder de aquel martillo será capaz de detenerla
—dijo Rómak, provocando un gruñido por parte de Vandrine.
—Descansaré en el fondo de esta cueva, si
perdura la tranquilidad —dijo Vandrine—. Necesito reposo.
Se levantó pesadamente y le dio la espalda a
Rómak para adentrarse en la caverna, que era un tanto angosta a pesar de su
longitud y altura. El herrero volvió a mirar el paisaje que lo rodeaba y que en
aquella hora era iluminado por un claro Sol, así fue capaz de distinguir todo
cuanto su vista alcanzaba. Sintió que había mucho que hacer en aquel rincón de
un reino que no era el suyo.
Aquel día lo dedicó a reunir leña y a buscar
unas piedras apropiadas para tratar de encender un fuego. Había llevado hasta
la entrada de la caverna, además, varias ramas de zarzamora y de otros arbustos
para tapar la entrada durante la noche. En cuanto a la comida, solo había
encontrado algunas bayas y frutas. Pero cuando oscureció, comprobó que el manto
de hierbas no los protegería del frío tanto como había pensado, y tuvo que
esforzarse para lograr encender un fuego que apenas alzó sus llamas del suelo.
No obstante, menos luz daría la oscuridad.
Vandrine apenas se había movido de su rincón
durante las horas de luz, y no lo hizo durante la noche. Hasta que logró
sentarse para desperezarse un poco y comer, con la mirada perdida en las
pequeñas llamas. Estas crepitaban con un leve susurro, pero ellos podían escucharlo
con toda claridad en mitad del silencio de las montañas. Tenían hambre y frío,
pero también una paz que de ningún modo hallarían en una ciudad. De pronto
Rómak habló.
—Puedo acercarme a ti para que tengas más
calor ahora que es de noche —dijo.
—No te atrevas ni a imaginar hacer eso —le
dijo Vandrine, mirándolo con el ceño fruncido—. Me acercaré a las llamas, y
nada más. Acércate a ellas también por el otro extremo, si quieres.
—Está bien, pero yo también pasaré frío así
—dijo Rómak, encogiéndose de hombros.
—A un guerrero no se le escapan las quejas
por un poco de frío. Pero ¿qué puede esperarse de alguien que no lo es? —dijo
ella. Al herrero no le molestaron aquellas palabras.
Aun así, no habló en aquella noche y más
tarde se durmió, tratando de arroparse con algunos matojos que habían sobrado tras
taponar la entrada.
Así fue el primero de los días que pasaron
en aquel refugio de la montaña. Según transcurrían las jornadas, Rómak trataba
de mejorar las medidas contra el frío y el hambre, logrando casi siempre
pequeños avances. La recuperación de Vandrine también avanzaba a paso lento, y
pronto pudo colaborar y moverse por los alrededores en busca de frutos o raíces
que pudieran comer. Sin embargo, vencer a todas aquellas adversidades tomaría
aún un largo tiempo.
Fue quizá a causa de tan larga lucha a
través de los días por lo que se cruzaron con un hombre que descendía de la
montaña, pasando cerca del refugio de Rómak y Vandrine. Al principio, ellos
solo escucharon el rumor de la roca siendo rasgada, luego vieron alguna piedra
que huía de los pies de aquel sujeto, que estaba por encima de ellos y a la
izquierda, y al que distinguieron primero como una figura oscura, aunque oscura
era en verdad su piel. Y los dos viajeros se sintieron desconcertados al verlo
de cerca, pues nunca habían visto a un humano semejante, e incluso pensaron que
podría tratarse de un elfo oscuro, lo que les inquietó.
—Si se trata de un elfo oscuro, nada
podremos hacer —dijo Vandrine, arrugada su boca en una expresión de
frustración—. Dame tu espada, lucharé.
—Espera,
pues ese tipo tiene los cabellos negros —dijo Rómak, señalándolo—. Y se supone
que los elfos oscuros los lucen blancos. Además, tiene barba, y un cuerpo más…
tosco de lo que podría esperarse de un elfo, por lo que se dice.
Vandrine entrecerró los ojos para tratar de
ver mejor a aquel individuo, y no tardó en tomar la resolución de acercarse
para salir de dudas. Eso sí, le arrancó de las manos la espada a Rómak, y el
herrero se vio forzado a tomar un grueso palo que había encontrado en una de
sus incursiones.
Se movieron a través de la inclinada ladera
hasta situarse casi debajo de la trayectoria de aquel tipo, que vestía unos
harapos aún más penosos que los suyos, y zapatos de fieltro. Por supuesto, el
hombre de piel endrina se percató de la presencia de Rómak y Vandrine, como
delató al mirar con desespero a un lado y a otro para comprobar que no tenía
por dónde escapar, salvo escalando de regreso a las alturas. Sin embargo,
descendió solo un poco más, hasta una corta cornisa que sobresalía de la roca,
y desde allí les dijo a los otros:
—¿Qué hacen humanos pálidos en la montaña?
¿No está su reino de casas y joyas hacia el norte?
—¡Baja ahora mismo ante nosotros! —dijo
Vandrine, agachándose para recoger una roca para amenazar a aquel hombre, que
estaba desarmado—. Yo haré las preguntas, o te arrojaré piedras hasta abrirte
la cabeza. —El endrino soltó una queja lastimera.
—¡Esclavizadores! Qué ciertas eran las
noticias sobre el reino del norte. Crueles hombres ricos que hacen la guerra
por tener más posesiones. ¿Ahora me atraparán y venderán por unas cuantas gemas
sin valor?
—No, hombre. Baja aquí y hablaremos mejor
—le dijo Rómak, tratando de sonar conciliador—. Nosotros escapamos de ese reino
porque odiamos a los esclavizadores y no pudimos luchar contra ellos. No te
haremos nada. —La mirada del hombre, de una sorprendente blancura, se clavó en
la espada que sostenía Vandrine—. Eso es para defendernos. También te
defenderemos a ti si algo nos ataca.
El desconocido se mostró receloso, pero al
fin se decidió a bajar y tras pocos minutos más estuvo ante los otros dos.
Pudieron percibir que no olía precisamente bien, aunque ellos no estaban en disposición
de quejarse.
—¿Quién eres y de dónde vienes? —inquirió
Vandrine, mirándolo con ferocidad.
—Soy Gurban, de las montañas. Vengo… vengo…
—dijo, tembloroso como si le doliera el estómago.
—¿Conoces a los enanos? —le dijo Rómak,
asustándolo. Gurban dejó escapar un grito y miró al suelo.
—Sí… los conozco. ¿Acaso venís a hablar con
ellos? —preguntó
—Así es, aunque nos habíamos detenido aquí
un tiempo —dijo el herrero—. Nos gustaría que nos condujeses a sus guaridas, si
sabes dónde están. —Gurban tragó saliva y tembló, apoyándose contra la pared de
la montaña como si quisiera fundirse con ella.
—Hazlo —dijo entonces Vandrine, levantando
la espada hasta el cuello del hombre de piel oscura—. Ya me he cansado de este
refugio. Si tenemos un camino seguro hacia los enanos, iremos cuanto antes.
—Sé… sé donde viven. No muy lejos, a un día
de aquí —dijo Gurban, con los ojos puestos en el acero.
—En marcha entonces. Luego podrás ir donde
te plazca —le dijo la mujer. Gurban negó con la cabeza, pero Rómak ya caminaba
hacia el refugio en busca de las pocas posesiones que tenían.
Vandrine tuvo que balancear la espada ante
el rostro de Gurban para que se pusiera en marcha, pero no se demoró mucho
tiempo en convencerlo. Los tres, con el hombre de las montañas delante,
escalaron aquella ladera y dejaron atrás el acogedor refugio en busca de las
casas de los enanos.
En aquella jornada perdieron de vista el
valle verde donde habían reposado y entraron en tierras rocosas un tanto más
despojadas de plantas y agua. Caminaron tanto como pudieron durante aquella
jornada, mas no lograron sonsacarle a Gurban demasiadas palabras, y eso que el
herrero tenía curiosidad por conocer su procedencia.
—Hay muchos como yo —fue lo único que llegó
a decir Gurban, cuyo rostro estaba siempre amargado.
Y para mayor disgusto suyo, Vandrine lo ató
de tobillos y muñecas durante la noche, para que no escapara por ningún motivo.
Tuvo que inmovilizarlo con zarzas a las que había despojado de (la mayoría de)
sus pinchos gracias a la espada, aunque esto le pareció terrible a Gurban y
opuso tanta resistencia como pudo ofrecer su débil cuerpo, aunque terminó
sollozando sentado en el suelo. Rómak y Vandrine se miraron, sintiendo un tanto
de lástima, aunque no dijeron nada aparte del orden que seguirían para montar
guardia.
Liberaron a Gurban por la mañana y le dieron
de comer, pero también lo apresuraron a que se levantara y continuara
guiándolos por la montaña. Anduvieron así a través de algunas laderas y una
profunda hondonada que desembocaba en la entrada a un valle. Ante las paredes que
lo cercaban, Gurban se detuvo.
—Aquí las montañas tienen ojos, estas son
las casas de los enanos. Dejadme ir ya —dijo.
—No hasta que veamos a uno de esos barbudos
—dijo Vandrine, levantando la espada sin dudar—. Sigue.
Gurban dejó caer la cabeza sobre su pecho,
pero siguió caminando, con los otros dos muy cerca para que no escapara. Avanzaron
muchos pasos por aquel valle que, a pesar de su estrechez, sin duda estaba abierto
al paso. «Debe haber un camino que desemboque en este lugar», pensó Rómak. «Ojalá
lo hubiéramos descubierto antes». Y miró hacia atrás por ver si distinguía
algún sendero que llegara hasta allí.
Imagen: http://7-themes.com/data_images/out/78/7040967-mountain-valley.jpg
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