Puerta al sur, capítulo 6 - A paso de fuego
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Llegado
el martes, pudo trabajar con afán durante todo el día, pues los habitantes de
Héleho llevaban comiendo desde el anterior, aunque los alimentos que recibían
fueran de nefasta calidad. Rómak no tuvo prisa por salir de la forja cuando
llegó la noche. Esto era así porque esperaba la llegada de alguien, la del
viejo carrasposo con el que compartía la casa, quien se haría merecedor de su
respeto si cumplía con lo que habían acordado en la noche anterior. Al fin y al
cabo, el herrero no tenía a nadie más a quien acudir para crear una distracción
que le permitiera sacar los clavos (que había ocultado en un agujero bajo el
cubo en el que hacía sus necesidades) de la forja. Por eso Rómak permaneció en
silencio y detrás de la puerta durante varios minutos, escuchando y deseando
que aquel vecino llegara cuanto antes. Alrededor de su cintura tenía una faja
hecha de cuero, bastante rudimentaria pero de fabricación rápida, y en ella
tenía metidos los clavos como si fueran pequeñas flechas. A pesar de que bajo
la camisa era difícil distinguir que había algo más, no deseaba arriesgarse a
que lo registraran.
Aguardó hasta que escuchó el carraspeo que
era la señal, la indicación para que saliera y su corta conversación con el
guardia fuese interrumpida. Rómak abrió la puerta, y mientras el vigilante lo
miraba para hablarle, el viejo se acercaba apresurando su paso tanto como
podía.
—¡Señor guardia! —dijo, seguido de un ujum—. He descubierto algo que necesita
de su autoridad.
—Ahora estoy ocupado. Márchate, viejo —dijo
el guardia.
—Pero he visto que alguien esconde un arma
en su casa, no sé lo que planea. Lo oí hablar sobre una rebelión o algo así,
por favor… —dijo, inquietando a Rómak, pues esas no eran las palabras de
distracción que habían acordado. El herrero comenzó a preocuparse.
—¿Quién se atreve a tramar tal osadía? —dijo
el soldado, volviéndose hacia él—. Llévame de inmediato a esa casa, rápido.
—Por aquí, está cerca —dijo el anciano,
dándose la vuelta. Lo cierto era que había funcionado, aunque Rómak temía que
todo se torciera.
Aun así, no permaneció mucho tiempo pensando
en las posibilidades. Cerró la puerta de la forja y echó a caminar hacia el
abrevadero, que todavía conservaba su función, pues era la única fuente de agua
para los aldeanos. Allí se encontró con muchos de ellos, y algunos le dedicaron
rápidas miradas con el ceño fruncido. Los guardias también observaban, y Rómak
supo que debía actuar con cautela. Se acercó a uno de los hombres con los que
más había conversado durante los días de paz en los que él y Vandrine se
recuperaban, y le dijo en voz baja:
—Sé que he obrado mal, pero he tenido que
obedecer a esos guardias. Ten —le ofreció un pincho—. Clávalo en el cuello del
guardia que vaya a buscarte por la mañana.
El hombre fijó la vista en él por un
segundo, y luego se agachó para beber agua. Pero le habló desde esa posición,
como si se hubiera percatado enseguida de las intenciones del herrero y
quisiera disimular.
—¿Darás más de esto a los demás? —dijo, y se
irguió para tomar el arma con cautela. Rómak asintió—. Dame unos cuantos, y te
ayudaré.
El herrero se inclinó para beber agua
también, y luego le entregó cuatro clavos más a su vecino, ocultando las manos
tras el abrevadero. Pero otro de los aldeanos los había visto, y tocó al
herrero con una mano.
—¿Para que es eso? —le preguntó en un
susurro.
Rómak se lo explicó, y le ofreció otro de
los hierros. No fue el último al que le dio uno de aquellos gruesos clavos que
había forjado, y de esta manera su plan continuó.
Regresó al hogar con una inquieta esperanza,
pero en cuanto cruzó la puerta escuchó un ruido extraño, como algo que rasgaba
el suelo. Dio algunos pasos y descubrió unas piernas estiradas sobre el
pasillo, y al asomarse al cuarto que había al lado vio el cuerpo entero de un
guardia, y al anciano intentando tirar de él. Los dos hombres se miraron, y el
rostro del herrero estaba lleno de incredulidad.
—¿Qué has hecho? —le preguntó a su
anfitrión.
—Ay, es que se agachó a mirar debajo de mi
cama, y yo tenía el clavo que habías escondido aquí, en la mano… Pensé que
podría adelantar el trabajo —dijo, y carraspeó.
Rómak se llevó una mano a la cabeza, pero no
veía que algo pudiera salir mal.
—Ayúdame a sacarlo de mi cuarto, que no
quiero dormir con este muerto aquí —le dijo el viejo.
El herrero suspiró y le echó una mano.
Colocaron el cuerpo en una esquina del salón principal y lo taparon con la
sucia alfombra que allí había, aunque apenas pudieron limpiar la sangre de la
habitación con un seco trozo de tela, y esto disgustó al anciano. Aun así, se
acostó pronto en la cama, y Rómak se metió en su dormitorio.
Tumbado boca arriba y con tantos
pensamientos, no sentía que fuese a dormirse de inmediato. Por fortuna, los
aldeanos habían colaborado con él y ya no le quedaba ningún clavo, salvo el
suyo; lo demás dependería de los vecinos y de sus ganas de escapar de aquella
situación. «Aunque si los guardias son eliminados, vendrán otros. Nada cambiará
demasiado si no logro liberar a Vandrine y que recupere a Quiebracielos», pensó. «E incluso si lo consiguiera, quién sabe qué
ocurriría después». Suspiró, eso todavía estaba fuera de su alcance.
Unos repentinos golpes en la puerta de la
casa sobresaltaron al herrero. Se había quedado medio dormido por el cansancio,
y ahora el corazón le latía con fuerza. Pero aparte del sonido proveniente de
su pecho, podía oír también una voz. Se levantó enseguida y salió de la
habitación con un mareo tratando de tumbarlo, por lo que tuvo que detenerse un
instante antes de abrir. Los golpes se repitieron antes de que Rómak quitara el
pestillo para encontrarse con un guardia malhumorado que sostenía una lámpara de
aceite.
—Uno de nuestros compañeros ha desaparecido,
lo buscamos —dijo con rudeza—. ¿No sabrás algo respecto? Será mejor que no
ocultes ninguna información.
—No oculto nada —dijo Rómak, con voz queda
por el sueño que pesaba sobre él. El guardia lo miró con suspicacia.
—Voy a entrar —dijo, desenvainando la espada
para amenazar al herrero—. Apártate de mi camino.
Rómak retrocedió con cautela mientras el
soldado avanzaba, y en aquel momento asomó el anciano dueño de la casa, y miró
al herrero. Este hizo un gesto ligero con la cabeza, y el otro se dio la vuelta
en busca del pincho. El guardia ya tenía la lámpara alzada, deslumbrante la
espada en su mano, y miraba la sala. No tardó en fijarse en el bulto de la
esquina.
Se acercó a él mientras el viejo llegaba con
el clavo en la mano, pero entonces pudo oírse el grito lejano de un hombre, y
el soldado se irguió, alerta, y vio el arma en la mano del viejo.
—¿Qué pretendes? —dijo.
Rómak no esperó a que hubiera más
reacciones. Se lanzó sobre el soldado y lo empujó contra la mesa, haciendo que
el cuerpo del hombre se doblara hacia atrás. El herrero se arrojó encima de él
para tratar de arrebatarle la espada, y el anciano, sin carraspear, se acercó
para ayudarlo y tratar de apuñalar al enemigo con el clavo. Este ofreció
resistencia, no en vano estaba bien alimentado, mas no fue suficiente para
impedir que los otros dos lo estrangularan y apuñalaran, aunque les supuso un
gran esfuerzo. Otro grito, esta vez más agudo, pasó ante la puerta de la casa.
—Algo está ocurriendo —dijo Rómak, y se
apresuró hacia la puerta para asomarse.
Pudo ver luces de antorchas y lámparas que
iban de un lado a otro con inquietud, y puertas de casas abiertas que gritaban
como si fueran bocas. Los soldados que había en el exterior también daban
voces, preocupados por lo que pudiera estar sucediendo.
—Parece que los aldeanos se han adelantado a
tu plan —dijo el viejo detrás de Rómak.
Este lo miró, y luego volvió los ojos a la
noche de Héleho. Pudo escuchar el sonido de algún choque de espadas, luego un
golpe, y más metales. Los gritos no cesaban.
Y mientras Rómak se aferraba al umbral de la
puerta, inmóvil y sin saber qué hacer, un guardia se acercó a él con rabia
deformando su rostro y una antorcha en la mano izquierda. En la derecha portaba
una maza, y su voz dijo:
—¡Entra ahora mismo en esa casa! Tenemos
órdenes de limpiar el pueblo.
—¿Limpiarlo? —dijo Rómak, pero el soldado
casi se le echó encima, por lo que tuvo que retroceder.
El herrero no se demoró mucho más pensando
qué podría pasar. Recogió la espada del guardia que habían matado antes y tomó
por sorpresa al nuevo enemigo. Y a pesar de que pudo vencerlo, se percató
enseguida de que una revuelta crecía cada vez más afuera.
—Debo salir y encargarme de un asunto —le
dijo al anciano—. Guarda cuidado.
—¿Qué será de nosotros? —dijo él—. Guarda
más cuidado tú, ahí fuera —y tosió.
El herrero le dio la espalda y corrió por el
poblado, escuchando nuevos gritos y observando el destello de unas llamas que
trataban de apoderarse de una casa. Los soldados luchaban contra los vecinos, y
los mataban si podían; entonces Rómak comprendió a qué se referían las órdenes
de limpiar el pueblo. Inquieto, se apresuró por llegar a la casa de guardia sin
ser visto.
Pero en los alrededores de aquel edificio
estaba instalado el silencio. Ni siquiera había luces que delataran la
presencia de unos ojos despiertos, aun así, Rómak entró. Y pudo hacerlo con
facilidad porque no había nadie vigilando, ni nadie en ninguna cama. Se habían
llevado ya a Vandrine. Alarmado, el herrero salió de allí y miró a su
alrededor, distinguiendo poco más allá la sombra de las murallas de la aldea.
Corrió hacia ellas, y vio entonces que el portón estaba abierto, y que un
carruaje cubierto se alejaba hacia el Camino de la Pena. «¡Se llevan a
Vandrine!», pensó, precipitándose hacia el vehículo.
Sin embargo, el guardia que habría de cerrar
la puerta se interpuso en su camino, y en la demora por sacar la espada, Rómak
se le echó encima. Los aceros se encontraron, a pesar de todo, pero el herrero
estaba desesperado y logró alcanzar la cabeza del adversario. Lo siguiente
debía ser el carruaje. Un estruendoso crujido sonó, proveniente de Héleho, mas
él lo ignoró y empleó todas las fuerzas de que disponía para aferrarse a la
madera del vehículo y subir a él; por fortuna los caballos aún avanzaban a un
trote lento. Allí dentro encontró a una Vandrine muy quieta a causa de las
cuerdas que la sostenían, aunque sus ojos destellaron en la oscuridad, y la
mordaza de su boca no impedía todos los sonidos.
El carro fue detenido entonces por su
conductor, y él mismo asomó desde el otro extremo de la lona. Rómak esperaba
encontrarse con el rostro de Sabearo y con el temible martillo, y ahora que se
percataba de ello, sintió cierta inquietud. Pero el hombre que lo había visto
no era más que un soldado que se acobardó y abandonó su puesto, corriendo de
regreso al poblado. Sin embargo, el herrero pudo oír con claridad que daba
voces de alarma. Debía darse prisa.
Se inclinó sobre Vandrine y desató el trapo
que la mantenía amordazada, y luego comenzó a cortar las cuerdas, manejando la
espada con cuidado.
—Debemos darnos prisa —decía mientras hacía
esto—. Podremos escapar si montamos los caballos que tiran de este carro.
—No sé qué ha pasado —dijo ella,
incorporándose con dificultad. Aún no se había recuperado de las heridas, lo
que era más, tenía nuevos moratones y cortes—. Pero no me iré de aquí sin mi
martillo. Quiero aplastar las cabezas de esos imbéciles.
—No tienes fuerzas para hacerlo, será mejor
que nos marchemos —dijo Rómak, tratando de persuadirla.
Pero ella lo apartó con un brazo y, ya libre
de ataduras, bajó del carro y encaró a una Héleho que ardía.
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