Puerta al sur, capítulo 7 - Huir de la ira
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Avanzaron
hacia Héleho a través del sendero iluminado por las crecientes llamas que
consumían la aldea poco a poco. Estas iban en aumento al igual que los gritos,
al mismo tiempo que el temor en Rómak; no, al mismo tiempo no, pues este se
acrecentó de manera desmedida cuando pocas yardas los separaron de la puerta.
Fue allí cuando no consintió dar un paso más, y tomó a Vandrine de un brazo,
tirando de ella.
—No podemos entrar ahí, nos matarán —dijo.
—¿Y qué? No me importará morir, si es
tratando de recobrar a Quiebracielos.
Si lo recupero…
—¡No hay ninguna posibilidad de que eso
ocurra! —exclamó el herrero, tratando de alejar a Vandrine de Héleho—. Ahora estará
en manos de ese cerdo de la guardia, pero, aunque te dé rabia, él y los suyos dominan
el pueblo. Y lo lamento por los aldeanos, lo lamento mucho, pero habrá más
posibilidades de hacer algo si ahora no hacemos más que retirarnos.
—¡No! —dijo ella, sacudiendo un brazo para
soltarse de Rómak—. Soy una de las últimas Guardias Reales. Debo hacer tanto
como pueda por el reino… Por el verdadero reino, y no por este montón de
babosos perros sin pensamiento. No… no sabes lo que me hicieron —añadió,
apretando los dientes—. Tengo que vengarme, ¡matarlos! Debo hacerlo.
—¿Acaso podrás, en este estado? No podrías ni
evitar que yo te alejase de Héleho por la fuerza —dijo Rómak, sintiendo no
piedad, sino una responsabilidad y sensatez que le hacían insistir en la retirada.
—No te atreverás —le dijo Vandrine,
desafiándolo con la mirada.
Pero Rómak la sostuvo en aquel momento,
aquella hora en la que los cielos se oscurecieron un poco más, y las casas de
Héleho emitieron una mayor luz. Aquella hora en la que no temió arrastrar a esa
mujer de la Guardia Real, una guerrera de tanta nobleza, con mano firme e
ineludible. Aunque Vandrine trató de zafarse de la fuerza del herrero. No
obstante, como él había dicho, no fue capaz, por mucho que se revolvió y
golpeó, o trató de doblar las rodillas hacia el suelo y morder. Vandrine no
pudo resistirse a la fuerza de la sensatez, por mucho dolor que aquello
provocara en su orgullo, y en su corazón.
Tras un tiempo de escasa consciencia y
control sobre sí misma, Vandrine se halló avanzando con rapidez entre unos
árboles, aferrada por una mano de Rómak, que la conducía a ella por el camino que creía más acertado. Ofreció resistencia con
sus piernas y plantó los pies en el suelo, dispuesta a zafarse de una vez por
todas de aquel control. Rómak se dio la vuelta ante aquella resistencia.
—Ya te lo he dicho… —comenzó a decir.
—Suéltame. No regresaré a Héleho, pero no
quiero que nadie me lleve —dijo ella.
—Camina delante de mí, pues —dijo Rómak—. No
estoy dispuesto a mirar atrás en cualquier momento, para encontrar solo
árboles.
Vandrine lo miró con el entrecejo fruncido,
pero ante la premura que ahora la mordía y los impasibles ojos de Rómak,
decidió adelantarse para no demorar más aquella incómoda situación.
Corrieron, a ritmo lento, hacia lo que
suponían que era el sur. Vandrine llevaba algunas vendas todavía, y ropajes
sucios y ligeros, sin nada debajo de ellos, pues los guardias no habían creído «necesarias»
tales
prendas para ella. Mientras se alejaba de Héleho, sentía el odio como un dolor
que solo menguaba ante el consuelo de una venganza prometida. Pues aún sentía
las manos de aquellos despreciables hombres en las intimidades de su cuerpo,
también los apestosos alientos, y el tacto de varios instrumentos de
humillación que no eran siempre de hierro y que la mayoría del tiempo formaban
parte de los cuerpos de aquellos hombres. Las palabras de mofa y deshonra aún
resonaban en su pensamiento, mas no lograrían herirla ni aunque Rómak las
repitiera por algún extraño revés; a ella solo podía hacerle daño el hierro.
Aun así, su ira era vulnerable a crecer.
Después de lo que parecieron varias horas,
se detuvieron al abrigo de las raíces de un roble elevado por una ondulación
del terreno. Rómak sacó, de debajo de su camisa, un odre de cuero y se lo
ofreció a Vandrine.
—Es todo lo que fui capaz de llevarme
—dijo—. Está lleno de agua, aunque pertenece al abrevadero de Héleho.
Vandrine miró el recipiente, recelosa. No
quería beber de aquella agua en la que sabía que los guardias incluso
defecaban, no quería nada más de ellos, por lo que rechazó el ofrecimiento sin
dar explicaciones. Y a pesar de que Rómak insistió, se negó hasta que guardó
silencio. Sobre todo, porque habían escuchado unos ruidos secos. Callaron,
tensos, y los sonidos se repitieron como puñetazos enguantados sobre algún
madero. La guerrera no tardó en reconocerlos: pisadas de caballo. De uno, o de
varios, porque poco después escucharon a sus jinetes.
—Te dije que se habían ido en aquella
dirección —dijo uno.
—¡Idiota, no hables! ¿Acaso no escuchaste tú
también los murmullos? ¿Qué te piensas, que se trataba de duendes? Tienen que
ser esa furcia y quien se haya atrevido a ayudarla —dijo el otro.
—Seguro que fue ese mandril de Suilon. La
trataba con demasiada suavidad. Se habrá enamorado de ella, el muy…
—Suilon estaba en la ciudad cuando me
ordenaron hacer esto, aunque sangraba como un pollo degollado. ¡Calla de una
vez! Si está por aquí cerca, ya nos habrán escuchado… Por tu culpa.
—Fuiste tú quien alzó más la voz —dijo el
primero, y como respuesta obtuvo solo un corto silbido.
Bajaron de los caballos, eso pudieron oír
Rómak y Vandrine, aunque después todo fue simulado silencio. Los guardias se
movían en algún lugar de la oscuridad detrás del roble, y ellos no podían saber
a qué distancia se encontraban en realidad. Se buscaron el uno al otro con la
mirada, temiendo doblar mucho los cuellos por si fueran a crujir, pero ninguno
tomó la determinación de escapar, y se quedaron allí, callados y sin decir
nada. Vandrine sentía el cuerpo demasiado pesado como para creer que tendría
posibilidades de luchar, ni aunque utilizara el arma de Rómak y tomara a los
guardias por sorpresa. El herrero, por su parte, pensaba que lo mejor sería
confiar en la fortuna, y permitir que los soldados se alejaran, pues cualquier
movimiento los atraería y los pondría a ellos en desventaja.
Pasaron varios segundos, algunos minutos que
ninguno de ellos creyó que se irían en silencio. Pensamientos sobre los
guardias habiéndose alejado comenzaron a aparecer en sus mentes, pero cuando
miraban a las raíces de roble con intenciones de asomarse, se sentían
acobardados. De cuando en cuando oían que la tierra era rasgada aquí o en otro
punto, o creían distinguir una respiración o la pisada de un caballo, mas nunca
había nada que confirmara lo que percibían sus alterados sentidos. La oscuridad
parecía acrecentarse a cada segundo, al mismo tiempo que sentían el tiempo como
si hubiera decidido dejar de avanzar. No podían hacer otra cosa en aquel estado
de inquietud y debilidad, dejarían que las horas se marcharan, llevándose con
ellas a aquellos guardias.
Pero ellos no habían decidido lo mismo. Una
sombra más densa que los alrededores del bosque apareció sin previo aviso al
lado de Vandrine, y está irguió la mitad superior de su cuerpo de un brinco.
Una espada relució pálida en la oscuridad, y fue a clavarse en una de las
raíces del árbol, donde la guerrera había estado apoyada. El soldado gruñó y
llamó a su compañero, lanzándose a por Vandrine sin advertir la presencia de
Rómak, sentado en el suelo. Él no dudó en aprovechar la oportunidad, y aferró
uno de los pies del enemigo, desbaratando su equilibrio y haciéndolo caer. El
herrero le hundió su acero en la espalda casi al mismo tiempo que se levantaba
e inclinaba hacia delante, casi al mismo tiempo que un cuerno delator sonaba.
El compañero del soldado abatido no era el
único cazador, había más guerreros en los alrededores, solitarios o en pareja,
pero todos con la misma misión. Ni Rómak ni Vandrine aguardaron mucho tiempo
para averiguar esto, aunque el herrero hizo bien en agacharse y tomar la espada
del muerto para ofrecérsela a Vandrine. Con las armas en las manos,
balanceándose al apresurado ritmo de su huida, corrieron hacia cualquier
dirección, tratando de alejarse de las voces cada vez más numerosas y de los
relinchos de los caballos. El cadáver había sido descubierto, al igual que el
rumbo tomado por los fugitivos, y algún jinete había emprendido la persecución.
Rómak y Vandrine solo tuvieron la presencia
de los árboles y la irregularidad del terreno como protección. Corrieron
durante toda aquella noche y parte del día que siguió, y solo descansaron
cuando ser descubiertos perdió importancia ante la necesidad de reposo. A la guerrera
le pesaban sus heridas, y alguna se le había abierto, mas no disponía de
vendajes ni nada que la ayudara a sanar. Solo tenían la bota de agua.
En estas condiciones, perseguidos por los
cascos de los caballos y las voces de los jinetes, avanzaron entre escondrijos
durante varios días, subsistiendo de algunas bayas e insectos y de los arroyos
o charcas que podían encontrar. La persecución cesó tras unas cinco jornadas,
pero no así el temor, que los impulsó a continuar atravesando la región de Loma
Roja… hasta que llegaron a las montañas. Ante ellos se alzaron imponentes las
primeras laderas de las Montañas Ardientes, repletas de arbustos y pliegues
donde ocultarse, murallas gigantescas de un país en el que Rómak había pensado
a menudo: el país de los enanos, los mejores artesanos del metal.
Se dejaron caer ante lo que parecía ser una
senda entre la roca, y Rómak dijo, mientras el Sol comenzaba a descender hacia
el oeste:
—Buscaremos a los enanos, y aprenderé de
ellos sus secretos de herrería. Forjaré un arma que pueda resistir las
embestidas de Quiebracielos. Un arma
imbatible, digna de la mano más diestra.
—Estoy cansada de huir —dijo Vandrine—. Solo
quiero recuperarme y regresar, no me importa en qué lugar descansemos.
Rómak se preguntó si habría tenido en cuenta
sus palabras, pero no permitió que aquello lo desanimara. Y tras un descanso
allí, sentados en la última pradera de Rósevart, iniciaron el camino a un país
diferente, a un reino con una promesa que bien podría ahogarse en los
misteriosos mares de roca y en sus profundidades, donde habitaban los enanos
junto a la sombra de desconocidos seres.
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