Puerta al sur, capítulo 5 - Libertad de hierro
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De vuelta en la casa del anciano carrasposo,
Rómak trataba de dar con la manera de liberar a Vandrine. Sentado en la cama,
tenía que esforzarse también en ignorar los gimoteos de su anfitrión y el dolor
que el hambre le provocaba.
—Esto es una locura, no aguantaremos mucho
—se dijo en un susurro, llevándose las manos al rostro después—. Si todo fuera
como antes, en Merena.
Evocó los días en los que podía ganarse la
vida entre las llamas de su forja. Incluso aquellos que vivió bajo el nuevo
reinado le parecieron acogedores, a pesar de que le daban menos dinero, mucho
menos. Aun así, tenía cierta impunidad, y estaba mejor alimentado que la
mayoría de los vecinos.
De pronto levantó el rostro, con los ojos
bien abiertos.
—¡Seré estúpido! Claro, podría hacer eso —se
dijo. Otro aaay del anciano sonó más
allá de las paredes.
«Hay una forja en esta aldea, y yo soy
herrero. Puedo ofrecer mis servicios a esos malditos guardias, por mucho que me
pese. Pero si aceptan, al menos tendré comida, y más oportunidades de acercarme
a Vandrine. Debo hacerlo», pensó, con una mano frotando el barbudo mentón. Aquella
idea dio vida a una gran esperanza en él, y abrigado por su luz, logró
acostarse y evadir las penurias hasta la salida del Sol.
A pesar de aquel alivio, salió de la cama
con el cuerpo debilitado, inquieto por las furiosas llamadas del guardia que
los despertó. No había mucho que hacer en la casa, salvo pasar por la letrina
antes de salir en busca de la sucia agua del abrevadero. Allí encontró a muchos
vecinos, saciándose juntos como si fueran bestias bajo las miradas de desprecio
y diversión de los guardias que vigilaban desde tan temprano. Rómak los observó
antes de tomar agua, cuyo sabor era agrio, y luego se dirigió a uno de ellos
mientras se secaba la barba.
—¡Tú! ¿Dónde crees que vas? —dijo el guardia
en cuanto se percató del rumbo que seguía el herrero. No tardó en apuntarlo con
la espada, y uno de sus compañeros sacó el arco y tenso la cuerda con una
flecha.
—Solo deseo hablar —dijo Rómak, procurando
que los aldeanos que seguían bebiendo no le escucharan—. Tengo una propuesta
que haceros.
—Dila desde ahí —dijo el guardia, agitando
su espada en dirección a los pies de Rómak.
—Yo era herrero, y aquí hay una forja —dijo
Rómak—. ¿No necesitáis armas o algún instrumento de hierro?
Los soldados se miraron por un instante con
una expresión un tanto boba en los rostros, pero enseguida amenazaron de nuevo
a Rómak.
—Por supuesto que no queremos nada,
pordiosero. El rey nos da todo lo que necesitamos —dijo el de la espada—.
Ahora, ¡a trabajar!
E insistió, dando un paso hacia Rómak que
fue suficiente para persuadirlo. Sin embargo, él no se mostró cabizbajo a pesar
de la angustia que ahora recorría sus entrañas y de la debilidad de su cuerpo.
Si no podía tomar aquel camino, hallaría otro.
Habían pasado unas cinco horas de trabajo,
ni la mitad para unos modestos aldeanos en aquel justo reino, cuando otro
soldado se acercó a Rómak. El hombre lo golpeó con la punta de madera de su
lanza para llamar su atención, pues Rómak se hallaba arrodillado y doblado
hacia el suelo, arrancando unas malas hierbas de raíces profundas.
—Deja esos hierbajos y mírame —le dijo el
soldado. Rómak alzó un rostro sucio y sudado—. ¿Eres tú el herrero? ¿Sabes
trabajar el metal?
—Sí, a eso he dedicado toda mi vida —dijo
él, sonando un tanto desesperado.
—Pues sígueme. Tenemos algo para ti —dijo el
hombre, y le golpeó una vez más con la lanza antes de darle la espalda.
Rómak no pudo hacer nada más que caminar
detrás de él, pues había muchos ojos que vigilaban sus movimientos, y aquel no
parecía buen momento para dejarse llevar por la ira. De todas maneras, pocas
eran sus fuerzas.
Las piernas lo llevaron dando tumbos hasta
el edificio de la fragua, cuya puerta estaba ya abierta. Rómak entró, amenazado
por la afilada lanza del soldado, y entre las sombras del edificio encontró a Sabearo,
el nuevo capitán de la guardia, junto a otros dos soldados. Este hombre, que
había tomado el mando tras la muerte de Roulor, sonrió al verlo llegar.
—Así que estás harto de trabajar en la
tierra, ¿no es así? —le dijo.
—No es eso, pero… —Rómak trató de medir sus
palabras—. Pensé que podría ser de utilidad aquí.
—¿Y por qué habría de querer sernos útil un
pordiosero? ¿Qué buscas a cambio? —inquirió el capitán, acercándose a Rómak.
—Solo… sobrevivir —dijo Rómak, creyéndose
atrapado por un momento. No había imaginado que un soldado del nuevo rey
pudiera ser inteligente—. Y sobreviviría mejor aquí, en aquello a lo que estoy
acostumbrado.
—¡Bien! Veamos si es cierto eso —dijo el
otro, situándose frente a Rómak.
Lo tomó por un brazo y, ayudado enseguida
por los soldados, lo empujó hasta el durmiente horno y le puso una mano en la
nuca para obligarlo a inclinarse hacia las cenizas. Le hundió el rostro en
ellas mientras dejaba escapar una risa, y luego le dio un empujón.
—Así parecerá que llevas todo el día en la
forja —dijo, burlándose de él mientras Rómak se sacudía el rostro y tosía—. Y
puesto que te veo con ánimos suficientes para continuar en este lugar, aquí
pasarás todas las horas del día, y no saldrás hasta el fin de la jornada de
trabajos. Forjarás hierros para nosotros.
—¿Qué clase… de hierros? —preguntó Rómak con
una tos de por medio, mientras su furia se ahogaba en la debilidad.
—¡Miserable! Soy tu señor, háblame de manera
apropiada —dijo, y se acercó a él para aferrarlo por el cuello de la desgastada
camisa. Después de mirarlo con fiereza, lo empujó contra una pared—. ¡Repítelo!
—… ¿Qué clase de hierros, señor? —dijo
Rómak, con dificultades en el orgullo.
—Hierros de esos… para marcar ganado —dijo Sabearo,
moviendo una mano—. Se me ha ocurrido que podría necesitarlos para… ciertos
juegos en los que no querrás participar. Pero haz que tengan algún símbolo
distintivo. Como la ilustre rosa de nuestro rey.
—Entendido.
—Veo que aquí dispones de todo lo necesario
para empezar a trabajar —dijo el capitán, echando un vistazo a su alrededor—.
Así que abandona ya esa pared y comienza a hacer lo que te he ordenado.
—Señor, ¿nos quedaremos a vigilar aquí
dentro? —dijo uno de los soldados, preocupado por tener que permanecer allí,
pasando calor.
—No. Solo uno de vosotros vigilará en el
exterior. La puerta quedará cerrada desde fuera, de modo que esta alimaña no pueda
salir —respondió Sabearo.
El soldado dejó ver una expresión de alivio,
pero Rómak no dijo nada ni se movió hasta que los hombres salieron de la forja,
cerrando y atracando la puerta a sus espaldas. «No será tan sencillo como
creía. Ni siquiera mencionaron la comida», pensó Rómak, suspirando. Y luego sus
ojos desconsolados se dirigieron a la fragua, donde quizá el candor de las
brasas le ofrecería algún abrigo. Caminó hasta inclinarse sobre sus cenizas y,
tocándolas con una mano temblorosa, pensó: «Maldita sea, ¿qué le voy a hacer a
estas buenas gentes? Seré quien fabrique los instrumentos de sus nuevas
torturas… ¿Merece esto la pena por salvar a una sola persona, aunque se trate
de Vandrine?». Apretó las cenizas entre los dedos y alzó la mirada,
adentrándose en la oscuridad del techo. Allí pudo sentir que unas lágrimas
querían salir, y que sabrían a frustración, pero las retuvo. Hacía mucho que no
lloraba, y en aquel momento no tenía fuerzas para verse derrotado por la
tristeza. O quizá era que aún tenía fuerzas para resistirse, a pesar de que lo
ignorase bajo tan densas nubes de desesperación.
Tal como le había dicho el capitán Sabearo,
no se le permitió salir de la forja hasta el final de la jornada de trabajo, ni
siquiera para sus necesidades. Cuando Rómak cruzó la puerta del edificio, ante
la ceñuda mirada del guardia, tenía el rostro mucho más demacrado que el
mostrado cuando cruzaba la puerta por primera vez. Caminó con paso lento hacia
el abrevadero, y allí bebió agua con cuidado, tratando de no tragar con
demasiada fuerza. Pues llevaba en la boca un largo clavo de hierro, y en el
pensamiento un plan desesperado. Aprovecharía la forja para fabricar tantos
punzones como pudiera (el recuerdo de Frénehal le había inspirado), y de algún
modo los repartiría entre los vecinos. «Cuando los guardias pasen por sus casas
para despertarlos, serán ellos los que se echen a dormir», había pensado. Debía
hacer algo, y ya no creía que pudiera ganarse a los soldados con su trabajo.
Estaba en lo cierto. Tenía mucha razón al
respecto. Al día siguiente, cuando le entregó a Sabearo la primera marca de
hierro (que tenía la forma de una rosa), el capitán lo recompensó probándola en
su cuerpo. Rómak sintió el metal ardiente en su cuello, y tuvo que apretar con
fuerza la celda de sus dientes para evitar que escapasen los gritos de dolor.
Un guardia lo sujetaba por los cabellos, y otro sostenía el filo de una espada
sobre su garganta, impidiéndole la resistencia. Después lo dejaron allí, de
cara al suelo y adolorido, humillado, y con la ira prendida por el calor del
metal que él mismo había forjado, a su pesar. «No creáis que estos golpes me
mantendrán sentado», pensó, haciendo un esfuerzo por erguirse. «Este dolor es
como madera para la fragua en la que nacerá vuestro final». Y, con el cuello
enrojecido, aún ardiendo, avivó las primeras brasas del día, y comenzó a
trabajar en los clavos que lo liberarían. A él, a todos los vecinos, y a
Vandrine.
Sin embargo, ignoraba cuánto tiempo lo
esperaría ella, pues la vida de Vandrine ya ni siquiera dependía de sus propias
fuerzas.
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