RELATOS DE VERANO EN SUBURBALIA. LA VIEJA ESTACIÓN. FABIO CARREIRO LAGO


La vieja estación del pueblo parecía abandonada, con su andén solitario y polvoriento. Recordaba un western americano de bajo presupuesto. El gran reloj de hierro marcaba la hora lejana en que se detuvo para siempre. Nadie se molestó en repararlo ¿Para qué? Salvo nosotros no había nadie allí y quién sabe cuanto tiempo hacía que nadie pasaba por aquella estación.
¿Y además a quién le importaba el tiempo en ese lugar? Dijiste mientras yo me partía de risa sin motivo. Estuvimos un largo rato mirando el móvil, boberías en el Facebook, en Instagram. Tras unos minutos añadiste convencido que era imposible que allí parara ningún tren, a pesar de que los raíles debían venir de otro lugar y dirigirse a alguna parte. Entre los raíles se agostaba la hierba y languidecían pequeñas flores amarillas. Fuera de la sombra del andén el mundo se abrasaba lleno de sol.
Te conté la historia de la inundación mientras llegábamos caminando a la estación. Quizá por la necesidad creciente del agua, de frescor. Pero el bar más cercano estaba demasiado lejos, al final del paseo de los árboles, y podíamos perder el único tren entre la ida y la vuelta. Lástima que fuéramos tan poco previsores, pensé. 
Contaba una anciana que conocí durante otro viaje en aquel mismo tren que un verano, durante su juventud se había desbordado el río e inundado el pueblo. La corriente se había llevado veloz cerdos, ataúdes y barriles de vino. Eso explicaba desde entonces la ausencia de barandillas en el puente y una mancha oscura de un muro que advertía hasta dónde había llegado el nivel de las aguas. Fíjate, el agua nos hubiera cubierto hasta la cabeza. Se supone que, por dentro, tal vez en nuestra alma debe haber también marcas así, de otra clase de inundaciones, pensé …Pero las aguas siempre vuelven a su cauce, concluyó la anciana con su agria voz. Como se puede observar una tarde cualquiera como hoy el río discurre silencioso, entre piedras y maleza, detrás del paseo.
Cuando aquella anciana era pequeña, el pueblo estaba rodeado de grandes bosques de pinos. La madera se aprovechaba mucho porque había varias fábricas de ataúdes en el pueblo, donde trabajaba bastante gente. Los ataúdes llenaban la estación para ser repartidos por todas las regiones de Galicia. Jugando de pequeña, se había escondido dentro de alguno de ellos en ciertas ocasiones. Además de ataúdes en la estación había barriles de vino por todas partes. Cajas y barricas, muerte y éxtasis, negocio seguro. Probablemente te pareció que me había inventado aquella historia de la inundación, pero era verdad, como la del quiosco de las hermanas Touza que hacían riquísimas rosquillas y ayudaban a los judíos a escapar a Portugal durante la dictadura, para evitar que los enviaran a Alemania a los campos de concentración, o al menos, así me lo había contado aquella anciana que conocí en el tren.
Detrás del abandono, de la apariencia ordinaria del pueblo ahora se escondía un pasado vibrante. Uno de los mayores encantos del pueblo era, como te mostré, su barrio judío, con sus calles estrechas de piedra y sus casas con antiguas inscripciones. Pero lo que más te gustó, por lo que me dijiste, fueron los dulces judíos de la tahona de doña Herminia. Sabrosa elección.
Dentro de un verano hay otro verano y otro verano… Hasta alcanzar las sombras que mitigan su débil calor. Como dentro de una historia subyace otra, oculta pero más verdadera. Una historia de la que apenas se dice nada. No entiendo como puedes leer tanta poesía, dijiste, a mi la poesía no me dice nada. Habías estudiado Filología, de hecho nos conocimos estudiando la carrear, pero tú detestabas la literatura como yo la sintaxis. Me parecía muy frustrante no poder hablar contigo sobre la poesía, sobre esa necesidad mía de buscar en las palabras. Tenía un libro de poemas de Luisa Castro en el regazo. Cada cual tiene sus gustos, me excusé.
Me tocaste la rodilla y bajé un poco la falda. Me inundó una sensación de bienestar, pero tenía una cicatriz muy fea, con forma de gusano cerca de la rodilla. No quería que la vieras. Me recordaba aquel verano en La Graciosa. Me caí de la bicicleta cuando volvía de Pedro Barba. No hice mucho caso a la herida, la limpié un poco con una botella de agua y, por suerte, no se infectó ni nada, pero de darle el sol esos días quedó la marca. Me di cuenta el día que me iba y casi se me hizo tarde porque había perdido el tiempo entre cervezas y charlas en El Veril, frente al mar transparente y la pared del Risco de Famara.
Entonces te sorprendiste. Al tocarme la rodilla comenzó el temblor, luego un rugido de dragón gigantesco y nos subimos y acomodamos en el vagón. El revisor vino y le pagamos el billete. Siempre me gustó el traqueteo del tren, que incluso me adormece, pero a ti te pareció muy incómodo y no paraste de quejarte. Despacio nos desplazábamos por el atardecer siguiendo el curso del río que una vez se inundó, observando pequeñas aldeas, granjas, bosques y embalses. Un paisaje inspirador. Creo que yo no paraba de hablar y de contar anécdotas, pretendiendo entretenerte... Ahora escribo porque en este momento no tengo con quien hablar. 
Soy como ese gato atropellado junto a las vías del tren. Quiero decir que me siento así, ahora que acaba este verano. Además se me han roto las medias justo por la rodilla, por la cicatriz. Acaricio la cicatriz, la vieja herida y me acuerdo de él y escucho su voz. Aún me sigo preguntando como conseguía mantener el agua fresca, que el chocolate no se derritiera en su mochila cuando íbamos de excursión aquellos días azules en La Graciosa, tan lejos de cualquier tren. 

Fabio Carreiro Lago

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