AcrAtAcreA. El deseo de la voluntad

“Leer y escuchar son hermanas,
hablar es una vecina,
 pero escribir eres tú”.
Antonia Molinero.


No siento el peligro del riesgo que suelo sentir cuando no están cerca.
Ellas están en el suelo, aun con el pijama, dentro de los rayos del sol que entra por la ventana y choca en sus cuerpos, iluminando su silueta, envolviéndolas en un halo mágico, que crea  en el parquet párvulas sombras chinescas.
La mayor lee un cuento para ella y para su hermana, ésta lo escucha apoyando su nuca en los muslos de la otra mientras retuerce un mechón de su pelo que a veces lleva a la boca. Parece que quieren seguir soñando en ayer, que no quieren despertar al sábado.
El encantamiento de este momento logra que sienta nostalgia. Cuánto daría por volver a vivir, aunque solo sea por un instante, la sensación de asombro que aporta el descubrir lo nuevo, y celebrar éste como el éxito en el que se participa en primera persona y que además lleva el añadido de compartirlo en la alegría del otro. Las niñas leen y escuchan, quizás por quinta o sexta vez el mismo cuento, con el único interés del disfrute que aporta su libre imaginación, aun no contaminada por límites insustanciales.
Hoy hemos desayunado más tarde.
Suena el timbre de la puerta, es Clara, la vecina. Entra rápida, agitada, besuquea a las niñas y les pregunta que están leyendo, no espera la respuesta y se dirige al sofá.
   ¿Dónde está Ana?— me pregunta mientras se sienta de golpe, casi con rebote.
Le contesto que trabajando, ella abanicándose violentamente, me dice que vaya trabajo de mierda tener que ir un sábado y continua —así lo ganareis.
   Pero Clara ¿Qué te ocurre?
   Perdona Jesús, es que estoy quemada — el aire del abanico ya era un huracán.
Me cuenta Clara que la vecina del quinto C le dijo que en el edificio comentan que ella es una racista y que todo parte de que un día le dijo a la del tercero B que no le importaba que en el edificio vivieran moros.
   Clara hay que tener cuidado con lo que se dice, hay veces que hay que  ser prudentes con el lenguaje que se usa. Tu comentario, totalmente integrador, no se valoró como tal, solo se dio peso a la palabra moro como insulto, tal vez si hubieras dicho árabes todo hubiera sido distinto—  le dije.
   No, si tenía que haberlo escrito y con nota aclaratoria. Anda enterado, ponme una café.
Clara se tomó el café y se fue, creo que momentáneamente un poco más sosegada al descargar parte del peso de su ira.
   ¿Dónde están?—  agudizo el oído, están jugando en su cuarto.
Después de estas pausas vuelvo a tomar la escritura, aunque estoy frente al ordenador escribo a mano sobre el papel. Escribir directamente con el teclado es como hacer un informe, como hacer funcionario a un anarquista. Yo lo uso para pasar a reglado la creatividad desplegada en la escritura a lápiz o bolígrafo. Es que cuando garabateo en el papel estoy dibujando formas que plasman el orden y el sentido con los que mi mente desea vomitar mis ideas.
No deseo presentar lo real, deseo representar lo real o lo inventado de forma que sea más importante lo que se escribe que el hecho de escribirlo.
Ya casi es la hora de llegada de Ana.
El sol de otoño se ha suavizado, me asomo a la ventana y compruebo como la magia emerge de nuevo en la bruma que rueda monte abajo.
Los pies descalzos de las niñas corren, con pequeños  pero rápidos golpes, al oír el sonido de la cerradura — Mamá, Mamá —gritan mientras van hacia la puerta.
Ana entra con bolsas de comida, su bolso, el diario, dos cuentos para colorear y una revista de diseño de interiores. Su imagen me recuerda a esa diosa hindú que tiene muchos brazos.

Tal vez mi ánimo esté bucólico pero hoy es un día especial porque yo quiero que lo sea, disfrutaré de mis nostalgias, mis melancolías, inventaré juegos y conversaciones, compartiré amores y sentiré que la felicidad está en el deseo de la voluntad de buscarla.

Jesús Arvelo.

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