Nuestros mundos enfrentados, 20 (FINAL) - Cuando la oscuridad cae
Nada
se interpuso entre ellos y aquella sombra poderosa. Hacía cada vez más calor,
pero esto no los detuvo a pesar de que la cercanía de las tinieblas ardía como
una hoguera. La densa oscuridad se revolvía alrededor de una torre no más alta
que la de Gal-adártir, erguida entre casas y otros edificios en ruinas. Los
compañeros pasaron junto a los primeros despojos y siguieron caminando sin
hablar, inmersos en el profundo silencio que lo inundaba todo. Por eso no les
resultó difícil escuchar el sonido de unos pasos que salieron a su encuentro.
Se trataba de Markarath, como habían esperado; el guerrero les hacía frente en
soledad.
—¿Huirás también en esta ocasión? —le dijo
Báldor mientras tomaba su espada.
—Esta «ocasión» es la última —dijo él—. No
iré a ninguna parte, pero vosotros tampoco.
—No está solo —dijo el Señor gris.
—Por supuesto —dijo Markarath, y señaló a
Syrinjari con una de sus espadas—. No creeríais que enfrentaría a esa bestia
con mi fuerza, ¿verdad? Conozco mis límites, al contrario que vosotros. —Estas
palabras ofendieron a Báldor, y Syrinjari se mostró inquieta.
—Bien, permítenos ver a esos acompañantes
tuyos —dijo.
Se oyó un grito, y una bestia alta,
corpulenta y de miembros alargados cayó desde un rincón oscuro. Una sombra se
movió entonces, pasando entre las casas hasta situarse entre Markarath y los
compañeros. Tomó forma, una elegante y de ojos rojos, y sostenía una lanza.
—Ya he comprobado el escaso poder que poseen
—dijo Niríalhan—. ¿Pretendes amenazarnos con tales siervos?
—¡Miserable! —exclamó Markarath, apretando
los dientes—. Tomado por sorpresa, incluso un dragón puede caer de un golpe.
¡Esto no volverá a suceder! ¡A ellos!
A su grito respondieron varios rugidos, y
unos fuegos se encendieron entre las ruinas negras de los edificios, creando
sombras inquietas que se revolvieron aún más con la aparición de nuevos
enemigos.
Los viajeros se adelantaron para luchar, a
excepción del Señor gris. Báldor enfrentó a Markarath una vez más, y su escudo
no tardó en encontrarse con una de las espadas del enemigo. Mientras tanto,
Syrinjari y Niríalhan luchaban contra unas criaturas que nunca habían visto
hasta entonces. Eran espantosas y rápidas, poderosas también; por eso la
muchacha de ropas coloridas no podía acabar con ellas de un solo golpe, y a la
emperatriz de los reinos sombríos le resultaba difícil evitar ataques y herir
con su lanza.
La batalla se prolongó entre gritos de voces
y aceros, pero solo caían las bestias enemigas. Báldor deseaba poder acabar con
Markarath, mas no era capaz de herirlo como deseaba pues el enemigo poseía una
gran destreza de combate. De pronto, el cuerpo se le movió en contra de su
voluntad, y retrocedió de un salto para luego avanzar hacia un lado y alejarse
de Markarath.
—¿Qué demonios? —murmuró Báldor, intentando
sentir sus piernas. Pero estas lo llevaron hacia unos edificios cercanos.
—¡Eres tú quien huye ahora! —exclamó
Markarath, lanzándose a perseguirlo.
—No huyo, escoria. —Y aunque se esforzó en
detenerse, no fue capaz y avanzó con más rapidez—. ¡Maldita sea! —«Debe ser un
enemigo oculto», pensó.
Pero no fue enemigo alguno quien se
interpuso entre los humanos, sino una Niríalhan encorvada por el cansancio, que
apareció desde las sombras de un edificio cercano.
—Te diriges a esa torre, ¿no es así? —le
dijo a Báldor mientras extendía la lanza ante Markarath—. Bien pensado. Nadie
interrumpirá tu batalla contra esa abominación mientras nosotros luchamos aquí.
—¿Qué? No pensaba…
—Se diría que sí, y a todos nos parece apropiado. Ve ahora, yo me haré cargo de este
insolente. —De pronto Báldor comprendió, y buscó al Señor gris con la mirada,
pero no pudo hallarlo.
—Está bien —dijo, y echó a correr por
voluntad propia esta vez, evitando mirar atrás por muchas razones.
—No permitiré esto —dijo Markarath con el
ceño fruncido—. ¡Tú no puedes hacerme frente!
—En eso te equivocas. Puedo y te haré
frente, y las cosas no serán como habías planeado —le dijo Niríalhan,
preparándose para el enfrentamiento.
Su negra lanza impidió que Markarath
alcanzara a Báldor, y este se esforzó por no mirar atrás y alejarse lo antes
posible de las voces de la batalla, aunque se dirigía hacia una mayor.
El camino hasta la torre estuvo plagado de
oscuridad vacía, carente de vida. En otros años, aquel lugar había sido una ciudad
cualquiera, próspera y feliz; pero había pasado ya demasiado tiempo bajo la
sombra. Y Báldor se sentía inquieto al pensar que la hora había llegado, y no
le tranquilizó entrar en la torre y pisar el primer peldaño de una escalera en
espiral que halló a su derecha. A medida que subía, ignorando unas
inseguridades que achacaba a las tinieblas, trataba de aferrarse a pensamientos
cada vez más valiosos. «Regresar a casa, volver a ver a mis amigos y a mi
familia, los atardeceres, el mar… Syrinjari. Podrá volver a su casa también.
Eso es bueno», pensó, y esbozó una media sonrisa. Había ya un umbral sin puerta
ante él, y conducía a una negrura más profunda que cualquier otra que antes se
hubiera desplegado ante sus ojos.
Báldor se adentró en ella y enseguida perdió
de vista el umbral que había dejado a su espalda. No podía verse los pies, y
apenas era capaz de distinguirse las manos si no las levantaba hasta su rostro.
Aun así, sabía muy bien dónde se encontraban su espada y su escudo, y los tomó
y miró con desafío a un lado y a otro. Nada ocurrió durante varios segundos de
tensión y calor, y Báldor no se atrevió a moverse del sitio. Poco después, una
voz le habló, áspera y grave, retumbando en sus entrañas.
—¿A qué has venido? —preguntó.
—A ponerle fin a esto —respondió Báldor.
—¿Qué es eso
a lo que deseas poner fin?
—A… lo que estás haciéndole a este mundo. A
ti —dijo Báldor.
—Tu voz carece de seguridad. ¿Acaso sabes
bien cuál es mi misión en este mundo? ¿Quién crees que…
—¡Silencio! —exclamó Báldor, irguiéndose—.
No volveré a escuchar palabras que provengan de una lengua tan negra. Creeré en
lo que he visto, y eso ha sido un sufrimiento inmerecido. Dolor, sacrificios,
pérdidas… todo por culpa de un ser al que llaman dios, y que probablemente solo
disfrute del mal y de los engaños. ¡Pero no quiero oír nada más! ¡Muéstrate, y
te enseñaré qué puede hacer este humano de otro mundo! —Tulkhar tardó en responder,
pero cuando lo hizo, su voz no sufrió ninguna alteración.
—No será necesario que me muestre, ni que me
enseñes tus capacidades. Ya he conocido a un humano de la Tierra, y he
aprendido grandes cosas sobre ese lamentable mundo. Se destruirá solo, sin que
mi intervención sea necesaria —hizo una pausa—. En cuanto a ti, parece que
habré de intervenir.
—¡Adelante! —dijo Báldor, apretando la
empuñadura de su espada.
Sin embargo, nada emergió de la calmada
oscuridad; ninguna forma, ningún rostro. Hasta que un gran trozo de piedra
apareció ante el guerrero, amenazándolo. Báldor apenas dispuso de tiempo para
interponer el escudo, y cayó al suelo de espaldas casi sin saber qué había
ocurrido.
—Mi presencia no es necesaria para arrojarte
al suelo. ¿Cómo vas a ponerme fin? —dijo la voz de Tulkhar.
Báldor había quedado tan malherido que no
podía sentirse molesto, pero el deseo de sobrevivir hizo que se levantara
cuando una lluvia de rocas se precipitó sobre él, primero silenciosa, luego
como el rugido de un trueno. A salvo de la amenaza, maldijo en su pensamiento. «¡Piedras!
No puedo luchar contra piedras», pensó.
—No puedes hacerle frente a un dios —dijo
Tulkhar, alzando la voz.
De pronto, la oscuridad a los pies de Báldor
se volvió en extremo calurosa, y el guerrero fue derribado por aquellas
sombras, que luego lo alzaron como si fueran una mano poderosa. De cara al
suelo, fue arrojado a las tinieblas, y ahogó un grito para tratar de caer bien
y disminuir el daño. Perdió el escudo, y no volvió a verlo entre tanta negrura.
Apenas fue capaz de arrodillarse tras aquella caída, pues todo el cuerpo le
dolía. Entonces, antes de que pudiera intentar volver a ponerse en pie, algo lo
golpeó en la espalda y lo lanzó de bruces al suelo.
Mantener los ojos abiertos fue ya un gran
esfuerzo para él. Y a pesar de que lo consiguió, no pudo ver más que parte de
sus brazos. «Maldita sea», pensó. «No puedo perder así. No…»
Pero, así como había subestimado el poder de
un dios, había olvidado el poder aletargado en su interior. Y en cuanto otra
avalancha de rocas amenazó con sepultarlo y ponerle fin, fue apartado de la
amenaza por una fuerza que no se hallaba bajo su control. Un fuego dorado veló
sus ojos, y más allá fue capaz de distinguir un poco de lo que aquella luz
iluminaba. Porque entonces se convirtió en espectador de lo que su propio
cuerpo hacía, pues el dragón Thundarvín dominaba ahora sus movimientos, y si
hubiera podido observarse desde fuera habría visto la majestuosa figura de la
bestia rodeándolo como una llamarada de fulgor de oro.
El dragón agitó sus alas etéreas y se alzó
con un rugido que quebró el silencio y espantó la oscuridad con sus ecos. Sin
embargo, Tulkhar rio.
—Ni cien de tu especie pudieron hacerme
frente tiempo atrás. ¿Qué podría hacer el espíritu de uno solo?
El dragón no respondió, pero Báldor creyó
escuchar palabras de desafío en su pensamiento, y estuvo a punto de perder la
consciencia ante la luz que brilló a continuación. Y a pesar de que cerró los
ojos, quedó cegado, pues Thundarvin voló raudo, ardiendo como una estrella
hacia una figura tenebrosa que ahora podía distinguirse en mitad de las
tinieblas. Era terrible y feroz, una abominación alada de ojos vacíos y garras
afiladas que retrocedió ante la luz que entonces brilló. Pues toda la que aún
quedaba al sur de Tárgrea reaccionó al centelleo de aquella última estrella, y
se reunió en Gal-adártir como una tormenta y luego desde su alta torre se
convirtió en un poderoso haz que golpeó a Tulkhar al igual que una lanza
atravesando a una alimaña indefensa. Porque Thundarvin había actuado como un
faro, un conducto para toda la luz que aún quedaba en el mundo, y que así había
sido guiada a través de las tinieblas para alcanzar al dios malvado.
Este rugió por el dolor como nunca había
hecho en su existencia, y mientras el fulgor del mundo atravesaba y desgarraba
su cuerpo, Thundarvin impactó contra él y hubo un estallido de luz dorada que
sonó como el impacto de mil mares furiosos. Entonces, y desde lo alto de
aquella torre, un amanecer se extendió sobre los campos que tantos años habían
permanecido bajo las sombras. Los sirvientes de Tulkhar murieron en ese mismo
instante y en cada rincón de Tárgrea, y sus legítimos habitantes recobraron la
consciencia antes de perderse en la muerte, pues la súbita oscuridad los había
derribado. Alrededor de la torre, los compañeros alzaron los ojos, esperanzados
y alegres, y en cada ciudad libre, las gentes de Tárgrea levantaban las manos y
gritaban vítores al cielo, y había lágrimas de alegría y un deseo de vivir que
muchos habían olvidado. Porque podían sentir que ahora la luz de Garadon volvía
a ser libre, y que las penurias se desvanecían como la última de las sombras.
Sin embargo, aquella felicidad no perduró
mucho tiempo en todos los corazones. Pues aquellos que habían luchado a los
pies de la torre oscura vieron cómo esta se derrumbaba tras el estallido de
luz. Syrinjari abrió mucho sus ojos claros, sintiendo espanto, y corrió hacia
las ruinas antes incluso de que todas las piedras cayeran. El Señor gris la
siguió poco después, aunque Niríalhan aún necesitaba recuperarse de la
agotadora batalla. Le había demostrado a Markarath que su lanza podía hacerle
frente; el guerrero yacía sin vida cerca de ella.
El Señor gris trató de detener a Syrinjari
para que no se acercarse a las grandes rocas que aún rodaban hacia un lado y
otro, aunque, cuando recordó su enorme fuerza, dejó de insistir. La muchacha
saltó hacia los peñascos en busca de Báldor, y lo llamó mientras el
extraterrestre trataba de escuchar su pensamiento. Pero aquellos esfuerzos
fueron en vano, y pasaron varios minutos.
—No es posible que se haya perdido —le dijo
Syrinjari al Señor gris cuando se reunió con él. Niríalhan también estaba allí.
—Hubo una gran explosión. Sí es posible
—dijo él.
—Aún hay muchos lugares en los que buscar
—dijo Niríalhan, protegiéndose los ojos de la luz con una alargada mano—. Es
pronto para renunciar a la esperanza.
Syrinjari bajó el rostro, apenada, y tomó
una decisión.
Luz y oscuridad, el batir de unas alas y el
frescor del cielo. Aquellos fueron los únicos recuerdos que Báldor conservó
tras el estallido sobre la torre. Y cuando despertó, tuvo la sensación de que
un manto de blancura lo cubría, y entonces vio aquellos pétalos blancos que
Syrinjari utilizaba para sanar, pero el rostro alargado de un ave enorme y con la
cara semejante a la de una humana le habló con la voz de la muchacha. Él no
pudo diferenciar las palabras antes de volver a perderse en la
inconsciencia.
—No deseaba que me viese de esta manera
—dijo entonces la gran ave, dirigiéndose al Señor gris y a Niríalhan.
—Qué más da —dijo el Señor gris.
—Nunca serías capaz de comprender a esta
muchacha, así que guarda silencio —le dijo Niríalhan.
Pero Syrinjari no se apartó de Báldor,
deseando sanarlo. Por eso lo cubría con sus alas a pesar de que se había arrancado
innumerables plumas, cuyo efecto sanador sobre los humanos la había sorprendido
desde el primer momento. Y había tomado la forma de ellos para no espantarlos,
porque la mostrada ahora era la que tenía en su mundo, ella y todos los
habitantes de aquel lugar.
No había transcurrido mucho tiempo cuando
una luz destelló entre ellos, y alguien anduvo desde su fulgor. Garadon
reapareció después de tanto tiempo, y a pesar de ser un dios parecía más un
hombre común y viejo, aliviado tras muchos años de cargas y temor. Los miró a
cada uno con una sonrisa, y luego observó a Báldor.
—Deseo agradecer todo cuanto habéis hecho y
devolveros a vuestros hogares, mas quiero que antes nuestro guerrero se
encuentre despierto —dijo, acercándose a él.
—¿Puedes despertarlo? —le dijo Syrinjari,
inquieta.
—Así es, si me lo permites —respondió el
dios.
Syrinjari asintió y se apartó enseguida,
recobrando su forma humana con toda la presteza que le fue posible. Se puso
enseguida los ropajes coloridos que había dejado antes a un lado. Poco después,
Báldor estaba sentado.
Parpadeó, sorprendido, ante tanta ruina y
luz. Los recuerdos de la batalla y de lo acontecido después parecían lejanos
como un sueño ocurrido años atrás, y no pudo ver ni su espada ni su escudo
alrededor. Sin embargo, la visión de sus compañeros lo alivió, y ver allí a
Garadon le hizo comprender. Inclinó la cabeza ante él con una sonrisa.
—Ni siquiera en manos de un dios yace el
poder de recompensar vuestras hazañas —dijo Garadon, mirándolos a todos—. No
obstante, puedo devolveros a vuestros hogares cuando lo deseéis.
—Es más que suficiente —dijo el Señor gris.
—Creo que todos anhelamos lo mismo —dijo
Niríalhan.
—Bueno —murmuró Báldor. Pero se sintió
cansado, y se dejó invadir por la nostalgia—. Sí, regresar sería bueno. Echo de
menos el hogar.
—Poneos en pie y ante mí, pues —dijo
Garadon, haciéndose a un lado.
Lentamente, los compañeros se reunieron. Y
aunque el Señor gris y Niríalhan separaban a Báldor y a Syrinjari, estos se
buscaron con la mirada, y cuando sus ojos se encontraron no huyeron, aunque
pronto Garadon reclamó la atención de todos.
—Ahora, tocad algo que provenga de vuestros
respectivos mundos —dijo.
El Señor gris sacó un extraño colgante que
había permanecido oculto bajo su túnica durante todo aquel tiempo, y a Báldor
le sorprendió que conservara algo tan hermoso. Niríalhan tomó su lanza, y
Syrinjari metió una mano en el bolsillo, sin revelar qué tenía. Pero Báldor se
sintió entonces inquieto, pues no cargaba nada que hubiera traído consigo de la
Tierra. «Maldición, las ropas quedaron en casa de Dúrnol. ¿Tendré que
regresar…? Un momento, ¡las ropas! Nunca me cambié de calzoncillos… Oh… ¿tendré
que meterme la mano ahí?» Carraspeó, y trató de tocar aquella prenda con
discreción, introduciendo la mano por un lado. Sin embargo, todos contemplaban
la tenue luz de oro que Garadon había comenzado a emitir, y mientras destellaba
cada vez con mayor fulgor, se miraron unos a otros, y solo sonrieron a modo de
despedida.
Sentir la brisa que lo rodeaba fue
suficiente, sabía que había regresado. Estaba tumbado en un campo verde, lejos
de cualquier mirada, pero cerca de la ciudad. Aquel campo no podía ser muy
extenso. En cuanto se sentó, vio los edificios más allá, y pudo percibir el
inimitable, amargo, y despreciable aroma. Aun así, se levantó y caminó hacia el
hogar. Había aparecido cerca de donde cayera el meteorito, por lo que recordó
aquella noche tan lejana mientras andaba.
Ya entre los edificios, nadie se detuvo a
mirarlo. Nadie dijo nada hasta que llamó a la casa y fue recibido por uno de
sus familiares más viejos, con sorpresa, alegría y un abrazo, aunque lo llamó
por su verdadero nombre, y en ese instante dejó de ser Báldor. Entró en la casa
mientras su abuelo se dirigía al teléfono y llamaba. Ya en la tarde, todos sus
conocidos se habían enterado de su regreso, y había recibido mensajes suyos y
llamadas, y había hablado con sus escasos amigos. Pero ninguno de ellos lo
había creído cuando habló de Tárgrea, y todos prefirieron pensar que había
estado inconsciente en algún lugar. Sin embargo, él sabía que todo había sido
real; los cayos en sus manos habían sido provocados por la espada, ¡por una
espada! Y sus recuerdos y sus sentimientos aún se podían palpar; eran
imborrables.
Pero sus familiares y amigos creyeron más
importante hacerle saber otras cosas, y pronto le hablaron de Laura. Le resultó
irrelevante y poco sorprendente saber que hacía ya meses que tenía una relación
con otro, y solo lamentó no haberlo sabido cuando estuvo junto a Syrinjari. Mas
no hablaría de ella con aquellas personas, pues no deseaba que se atrevieran a
negar la existencia de un ser tan maravilloso.
No le resultó fácil regresar a su vida de
antes. Ni siquiera cuando pasaba tiempo en su habitación, tumbado sobre una
cama de verdad y con una puerta que para colmo podía cerrar. Su historia se
propagó pronto alrededor y más allá de la ciudad (aunque nadie la creyera), y
no tardó en ser abordado por desconocidos y prensa hasta que prefirió admitir
que había quedado inconsciente y que había soñado con todo aquello. Pero él
sabía que no era así. De todas maneras, esto no detuvo la miríada de preguntas
durante unos días, y muchos «genios» trataron de ganar atención gracias a
comentarios hechos desde un asiento tras una pantalla.
En cuanto al meteorito, pudo saber que se lo
habían llevado al museo de la ciudad, y anheló poder volver a tocarlo por si
Garadon lo escuchaba. Pensó seriamente en robarlo y huir con él, pero antes
debía escapar de la realidad y de la gran preocupación que había evadido hasta
entonces: el trabajo. En cuanto la novedad de su reaparición se calmó, aquello
volvió a atormentarlo. Fue así como sintió con más amargura que nunca lo que
era vivir en la Tierra, donde lo más primordial era el dinero. ¿Quién le
pagaría allí por ofrecerse a luchar contra monstruos? ¿Qué recompensa le otorgarían
por cumplir una complicada misión? ¿Qué cobijo le ofrecerían por tratar de
aprender el oficio de un guerrero? Ni siquiera podía lanzarse a vivir en
tierras deshabitadas, pues todo estaba plagado de venenos, multas y mentes tan
nubladas como los cielos, en los que era difícil admirar la claridad.
Pero pensar en Tárgrea lo reconfortaba. Allí
podría dormir sin peligro a la sombra de un árbol, y obtener una espada a
cambio de trabajo, y luego usarla para un oficio mejor. Allí podría recorrer
prados libres de edificios, y contemplar montañas soberanas a las que solo
superaban en altura las aves, quienes no tenían nada que temer. Allí no
necesitaría escapar a ningún rincón para poder aspirar una bocanada fresca de
aire, y había de verdad un dios que escuchaba y actuaba. La desesperación lo
hizo suspirar.
El día que siguió a aquellos pensamientos
fue confuso. No pudo librarse de tanto dolor, pero fue capaz de salir de su
casa y visitar el museo. En él encontró el meteorito que había sido la puerta a
un nuevo mundo, a nuevas partes de sí mismo y a tantas aventuras que habitarían
por siempre en su corazón. Y había tomado un pedazo de meteoro que se había
desprendido del cuerpo mayor, marchándose después. Ahora se encontraba sentado
en la azotea del edificio más alto al que había podido acceder, y contemplaba
la piedra, hablándole con el pensamiento. Mas Garadon no respondía.
—Te lo ruego, llévame de vuelta a Tárgrea,
pues ahora sé que este no volverá a ser mi mundo jamás —murmuró. Cerró los ojos
y apretó la roca contra su pecho—. Por eso me marcharé. Si puedes escucharme,
por favor, llévame al lugar al que pertenezco. Permite que vuelva a ver aquella
luz.
Y se irguió, cerrando los ojos para no
contemplar un horizonte de edificios borrosos, cubiertos de una niebla de
despojos. En su mente imaginó la campiña verde mientras caía, las casas simples
y acogedoras, el fulgor de las espadas y los clamores de la gente. Y, como un
árbol de Tárgrea, quedó del revés hasta que las fantasías llegaron a su final.
Hasta que todo se volvió una sorda, muda y ciega oscuridad.
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