Uno de los buenos.

Un galpón de culebras en dos dimensiones muertas sobre la miseria del querer-sin-poder. Gordas, largas, estrechas, ridículas, lisas, estriadas… es igual que andar entre docenas de tíos con las pichas al aire. Escojo un par de ellas tratando de averiguar qué tal me sientan ahorcando un trozo de mi esencia, justo el que se encuentra a la altura de mi nuez exactamente debajo de la barba, únicos símbolos de distancia entre yo y la feminidad con la que me empaparon mis ocho primas, dos hermanas con las que me crie, enfundado en la esencia mamaria como una rebanada de pan duro ahogándose en demasiada leche agria, pero no me avergüenza, ni cambiaría jamás esa época de mi infancia, al contrario: aprendí muchísimo a cerca de las mujeres, fue en ese periodo donde cogí mi enfermiza locura por ellas, su olor, su entrepierna, su voz, sin hacerle ascos a ninguna ya fuera por motivos de tamaño, color, altura… mis buenas hembras a quienes amaré eternamente con una gratitud tan sumisa que a menudo raya el masoquismo, me demostraron que el buen amor y que las erecciones más duras llegan a través del tímpano, no de la pupila: la palabra es mi único filtro hacia las mujeres, de ahí que no me imagine jodiendo con la mujer más bella del planeta si antes no hayamos compartido una conversación cargada de humor, conexión y, sobre todo, silencios tan infinitamente cómodos que deseas incluso no follar para así mantener sin la mancha de sus gemidos el mantra de su silencio… podría decirse que si he tenido el privilegio de compartir cama tano con mujeres de 100 quilos como con una modelo de “Victoria`s Secret” –se que nadie creerá lo último viendo mi aspecto de orangután alopécico, pero igual que escribo para mi mismo, esos polvos con una modelo de bragas que además era una erudita en música y pintura serán algo que me llevaré con agradecido orgullo al nicho-,si he disfrutado de la compañía de mujeres tan dispares como perros vagabundos reunidos alrededor de un cubo de basura se debe a mi capacidad para escuchar los silencios: de mi siempre se ha dicho que impongo una extraña, esquizofrénica, contradictoria mezcla de autoridad casi terrorífica combinada con el arropamiento que inspiran las madres tiernas y ambas cosas supongo que puedan deberse a mi presencia muda: hablo más con los ojos que con mi boca –escribo mejor de lo que parloteo, así que ante la incapacidad de poder utilizar carteles como el Coyote para conversar, prefiero permanecer con los labios juntos mientras los demás se acercan a mi para contarme historias, preocupaciones que en el fondo ni me importan ni escucho realmente del todo, pero como no me resultan incómodas en absoluto y la mayor parte de las veces resultan ser un buen entretenimiento, me convierto en un contenedor de energías sobrantes entre yo y mis compañeros de charla… me gusta ser un tanque de silencio: ellos encuentran sosiego, yo historias por contar-.Adoro la gente, es lo mejor que me ha dado el arte, el trabajo, la vida: me importan una mierda sus pensamientos, pero siempre he tenido ardientemente en cuenta sus emociones, así que disfruto de ser ese pushing-ball sentimental en el que todos descargan su vida interior y si de vez en cuando puedo echar una mano, ¿qué coño? pues lo hago: supongo que ese fue el motivo para aceptar este empleo nuevo y aquí ando en un mercadillo de ropa usada –el último pantalón que pillé en estas enormes cajas me produjo tal sarpullido que pensé que iría a perder los huevos piel a piel- por primera vez en mi vida probándome corbatas que simulan ser reptiles sin vida, aunque todavía no muertos, tan solo serpientes desganadas sin ratones que almorzar, la tristeza del marica sin poyas que chupar, el aburrimiento del portero con defensas excesivamente buenos que le impiden la necesidad de tirarse contra la pelota –la maldad es una necesidad intrínseca al desarrollo del espíritu-.En este trabajo me obligan a llevar corbata, zapatos –siempre he caminado con las cholas, incluso en invierno- y en mi caso por causa de los tatuajes también debo llevar manga larga la cual va “indudablemente”, según palabras de mi nuevo jefe, unida a la corbata.
Soporto estas gilipolleces porque insisto, el trabajo me agrada: se trata de mediar entre aseguradoras o bancos y mis clientes para que no abusen de la economía de los segundos. Mi sueldo no nace de la personas que vienen a pedirme consulta, protección, sino de las subvenciones y otros departamentos que posee la empresa, 645,45 euros, salario mínimo interprofesional, ejerciendo nunca más de seis horas al día, es decir, ni siquiera la jornada completa, por lo tanto ganamos todos: yo dejo de vivir al día a día sirviendo copas y a cambio las personas a quienes asesoro no se gastan ni un duro por mis consejos… el trueque del siglo de la máquina expendedora, los gurús del milenio recién estrenado.
En mi primer día un par de moros que pretendían pedir un crédito para abrir una nueva empresa de aceites o una mierda parecida me invitaron a cenar agradecidos porque logre mediar entre ellos y el banco hasta conseguir que les redujeran el porcentaje de su crédito del 11 al 7%, después de todo no son millonarios: dos extranjeros en paro con unos cuantos ahorros y algo así como siete críos entre los dos allá en Marruecos… así que victoria, supongo.
Conseguí un par de ayudas para un viejo dueño de una finquita que por primera vez en décadas iba a asegurar su terreno, así como su propia vida con la idea de proteger lo que en un futuro deseaba vender y convertir en los estudios universitarios de sus nietos: conseguí que el agua del regadío le resultara prácticamente gratis, a cambio me regalo 50 quilos de tomates, ¿cuánta salsa necesita un ser humano? Dios mío, maldito viejo…
Y así unos cuantos más. Sinceramente es algo bonito participar en los sueños de personas desconocidas, atender a las entrepalabras de sus historias, conocer sus vísceras… Por las mañanas mientras me anudo la corbata que apenas se amarrarme, ato los cordones de mis flamantes zapatos nuevos, me monto en el coche –mi primer coche: se acabó eso de ir andando desde la Ciudad Baja a la Ciudad Alta por verme obligado a elegir entre un bono de guagua o la comida de esa semana- y voy camino de la oficina en la que salvaguardo los deseos de padres de familia, de pequeños emprendedores, de aventureros que llegan desde países cargados de arena y olores fuertes, debería sentirme como el puto Bruce Wayne en su batmóvil, pero sin embargo tengo esa desagradable arcada en medio del estómago que me recuerda que en realidad no soy más que un Superman colgándose sus gafas de pardillo para pasar desapercibido entre la fauna mediocre de Clark Kents que le rodean: no quiere asustarlos, no puede permitirse desbocar todo su poder, debe disfrazar su esencia, constreñir el tamaño de su poder desde primera hora de la mañana con tal de que le permitan escribir unos cuantos artículos que le llenen el buche, le paguen las letras y poder acurrucarse junto a Loise hasta que el Joker se la cepille junto a Metrópolis y le obligue a convertirse en el dictador de un mundo enfermo de asquerosa autocompadecencia… ¿De veras creo que puedo engañarme? ¿De verdad he llegado a creer que soy uno de los buenos? Al final de mes se me olvidará la cara aceitunada de aquellos marroquíes, habré regalado la inmensa mayoría de los tomates, no recordaré ni el 10% de los nombres de esas personas que me agradecen evitarles caer en fraudes, porque si escogí este empleo, acepté acatar las normas de su tablero no se debió a “la ayuda” que estoy proporcionando a personas que hoy comen, visten, duermen mejor de lo que yo lo hacía hasta hace un par de meses cuando aún fregaba barras en un bar, protegía puertas en las discotecas… si acepté este empleo es porque salgo a las 14:00, puedo apretujarme en el sofá la tarde entera con mi propia Loise Lane, me revuelco un par de horas diarias por el tatami y aún me sobra tiempo para dormir sintiendo el cuerpo desnudo de ella sobre los dibujos del mío propio –joder, qué rico: hacía cinco años que mis mierdas de curros anteriores me impedían dormir de noche-…
Al fin y al cabo yo no soy un superhéroe, ni siquiera uno de los buenos, tan solo un tipo que se disfraza unas cuantas horas durante la mañana para poder ser sí mismo el resto del día: digamos que soy un personaje de cómic a la inversa… En fin, qué se joda todo el mundo: al menos ahora puedo posarme con ella cada noche y tener una nevera en mayor o menor medida llena. A menudo la mejor forma de altruismo surge del egoísmo más básico.
Néstor José Jaime Santana

Comentarios

Entradas populares