SIN PALABRAS

El aire era frío, como casi siempre a esa altura del año, llovía afuera, el cristal se llenaba de diminutas gotas de agua que se besaban furtivamente, hasta que el limpiaparabrisas sesgaba cualquier posibilidad de intimar entre gota y gota, las calles vacías, el salpicadero lleno de paquetes de cigarrillos –de papel- vacíos, algunos envoltorios de chicle y una caja de toallitas húmedas, especialmente necesarias para quitarse la sangre de las manos, el viaje transcurría tranquilo, Roland conducía, Misouri atento a la carretera sin mediar palabra, solo se escuchaba vagamente su respiración, para Roland una buena compañía no pensaba quebrar la paz en el interior del Chevrolet del 82, obviamente con la zona de atrás con capota, Roland tendría unos 45 años de edad, quería dejar su trabajo, pero no sabía hacer otra cosa, conducía a una velocidad de unos 120 km/h, ni muy lento, ni muy rápido, no llamarían la atención, Roland no tenía demasiadas ganas de matar a nadie, al menos a nadie más.
Porque Roland lo mejor que se le daba en esta vida, era arrebatársela a los demás, un hijo más del suburbio, una bala perdida, si no fuera porque escogía muy bien las balas, y además le pagaban por ello y encima muy bien, un freelance de la mafia, un matarife con derecho de corso sobre cualquier vida humana, cuando las mafias reñían entre ellas, él vivía mejor, era la vida al otro lado del río, las reglas del juego eran sencillas, si uno se pasaba de listo, moría, si uno era demasiado estúpido, moría, estar al margen y ejecutar era lo mejor, pero para eso tuvo que ser muy listo y no parecerlo, Misouri contemplaba la oscuridad que ya se cernía sobre ellos, se dibujaba el contorno del camino gracias a las luces del viejo Chevrolet, nada de señales, gravilla, y acaso adivinar una de las orillas del río, “el río todo lo limpia” pensaba Roland como en un salmo mil veces repetido.
Aparcaron el coche en un descampado, abrió la puerta del maletero del pick up, jalo del saco negro, porque, eso era Roland, el hombre del saco, el monstruo pesadilla de niños y mayores, Misouri lo acompaño firme y leal, con el mismo silencio que solo comparten los buenos y viejos amigos, Roland era corpulento, tiro el cigarrillo que reposaba de lado en sus labios, cuando el saco estaba a medio cuerpo se agacho y lo cogió en peso, estaría a unos treinta pasos del río, el fiambre era un hombre menudo, al parecer, tema de ajuste de cuentas, no se detenía demasiado en saber a qué clase de tipo tenía que dar boleto, se detenía en saber cosas más importantes, y planear el trabajo, hacerlo de manera limpia, lo espero fumando a la salida de un tugurio, en el momento que abría su coche, le encañono el hombro, un acero frío, lo puso sobre aviso, le puso las cosas fáciles, Roland no dejaba de fascinarse con la naturalidad con la que un hombre vivo sabe que ya es hombre muerto, la sumisión absoluta a su verdugo, la nulidad total del yo, este hombre pequeño no era una excepción, le obligo a dirigirse a la antigua fábrica abandonada de conservas, tenía el escenario preparado, una sillita de plástico color pastel, murió sentado, se sentó, lo miro a los ojos y lloró por última vez, Roland cerro los ojos y disparó, siempre cerraba los ojos…
Tiro el cadáver al río, el río todo lo limpiaba, Misouri lo miro, Roland doblo las rodillas para mirar a los ojos de Misouri, el Doberman de 12 años le reprocho con una mirada, con todo la conciencia del mundo, pero se mantuvo en silencio, ya era muy viejo para tratar de entender a ese humano que quería extrañamente, puso su pata izquierda en el hombro de Roland, por primera vez quiso morirse, era un hombre vivo, pero sabía que ya, era un hombre muerto.
Adolfo Ibáñez

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