Conversación.

Y tres pequeñas moscas, diminutas, trocitos de uñas simulando alas pegadas a su epalda se pasean por el interior del vaso donde el café agónico entre azúcar, aún sigue ardiendo más que un chiste pésimo en el estómago de quien ama el buen humor. Me conmueven esas tres pequeñas acariciando sus patitas como si tramasen algo, defecando en el betún que tomo sorbo a sorbo mientras ellas continúan apareándose viciosas, obesas contra la pared, con la pared interior de aquel vaso mugriento... me conmueve su mierda, me emociono ante su tranquilidad, lloro halagao de saber que esas tres pequeñas crías no temen al monstruo dentado incapaz de volar que se afana engullirlas como una rata cazando pedazos microscópicos de queso azul.
Necesito espabilarme: es tan tarde que luce el sol entre las ventanas. Una cáscara de huevo que rompimos por pura diversión continúa arrastrándose viscosa, semental por entre las baldosas rotas de este edificio derruido, quejumbroso, apestando a váter sucio y nostalgia. Son la docena de latas a medio vaciar quienes paren esos seres repugnantemente bellos, hermosos del mismo modo que unas tetas descomunales, flácidas, colgando suspensas desde dos enormes venas azules, tan enormes y apetitosas en sus pezones que resulta simplemente demencial, ficticia, torpe, la idea de no querer chuparlas como huesos sabrosos de aceitunas viejas hasta reventar de un orgasmo entre su canalillo. Latas de cerveza, mausoleo de demasiadas colillas baboseadas a lo largo de una noche miserable, no menos patética que si hubiéramos hablado de Lorca, de fútbol o del sabor a la carne de cerdo.
Los ojos me pican: cientos de niños invisibles que viven en mis pesadillas lanzaron arena a mis órbitas cansadas de tanto escuchar sus sollozos. Sorbo a sorbo, lata a lata, litro a litro... el líquido permanece tan cálido como el café con el que tratamos de compensar la jaqueca que está aun por llegar: no puedes sufrir mal de resaca cuando todavía sigues borracho... tenemos tanto miedo de la conciencia que el único remedio es embotarla igual a un sapo obeso o excitarla como las llamas en un festival de paja seca. La realidad no es dolorosa, tan solo el modo en que te enfrentas a ella y para un hecho imprevisible no hay más opción sana que la espera... hastía tanto convalecere al ritmo natural del palo grande, del palo chico en su interminable camino hacia la derecha que llamó a un amigo, compró unos cuantos botes de alcohol y se sentó a cubrirse de frío con la oscuridad, la noche entre la cual nada parece vivir más que la acidez de estómago, la mala culpa y los recuerdos que gustosos fusilaríamos con balas de fuego en paredones de ácido sulfúrico: un guillotinazo a la nuca para asegurarnos de que jamás regresan... pero es imposible impedir que vuelvan: no puede regresar lo que jamás se ha marchado. La memoria es un casco de hierro ardiendo puesto directamente sobre el cerebro sin su cráneo.
Llama a un amigo, compra unos cuantos botes de alcohol y se sienta a cubrise de frío con la oscuridad... yo soy ese amigo: luchando contra el sopor de la bebida me pregunto de qué modo encajo en esta situación que demonios hago con el culo sobre esta butaca sucia y rota de un edificio abandonado por su dueños hace seis años -él lo ocupó hace cuatro con la persona de quien me habla-escuchando historias sobre alguien del ayer, un sujeto que ya no existe y cuanto antes lo asuma, con mayor prisa podrá continuar con las borracheras placenteras, esas que se cogen entre lágrimas de risa y camaradería no de culpa y recuerdos atroces.
-¿Te aburres mucho?
Hace una hora que ninguno decimos palabra. Tal vez me lo pregunte no porque le importe, sino simplemente para rasgar el telón silencioso que opaca el espacio entre su sillón y mi asiento.
-No. Ya me habría ido de ser así.
-Gracias por estar.
-Estoy porque deseo: no tiene mucho mérito.
-Gracias por escucharme.
Doy otro trago, pero esta vez dejo disfrutar a las moscas de su caldo sucio. Lo que elijo para refrescarme son los restos de una rubia manchada por el semen gris del pequeño cigarrillo yaciendo en su vagina de metal. Trago los restos de colillas, la sed vence mi pulcritud, la borrachera gana sobre mi amor propio.
Me mira y sonríe, se sonríe a sí mismo, llorando en silencio con es quejido que en lugar de lágrimas son un mismo hilo de agua salada que se le desprende desde el ojo hasta la barbilla como sangre que fluye hasta el tobillo desde un recto ulcerado. Retoza en su recuerdo doloroso igual que un cerdo revolcándose en el lodazal de sus propios excrementos: tanto uno como otro se sienten vivos... a menudo no queda mayor opción que el dolor para saber aun mantienes la capacidad de existir.
-Gracias por venir a escucharme. ¿Te caliento el café?
-No, no hace falta.
-¿Quieres otra cerveza?Me queda alguna fría en la nevera.
-Vale, genial.
Abre la puerta, salen algunos mosquitos del hueco reservado al medio limón y los huevos. Toma otra lata. Se deshace entre llantos y gemidos, esta vez el desconsuelo rompe del todo, explota como la concha de una tortuga vieja hinchada de nitroglicerina puesta al sol.
Me acerco tras él y le abrazo por los hombros intentando consolarle.
-Gracias por escucharme -me sonríe.
Hace más de una hora que ninguno ha abierto la boca. Desde que llegué hace no más de un día solo hemos hablado de su esposa muerta durante un par de minutos, a lo sumo diez en total: el resto se ha diluido entre botes de cerveza tibia, café incalificable y sollozos ininteligibles. Las tres moscas diminutas se refrescan en los pozos babeados que dejé sobre la mesa ajenas a la realidad que las circunda.
-Gracias por escucharme.
El silencio y el tiempo son la sintaxis más complicada para comprender, el lenguaje más duro de escuchar.
La idea de dormir me acojona: en cuanto despierte miles de miguitas oxidadas taladrarán mi cerebro.
En fin... abro mi séptima rubia... la espuma corre por los bordes agotados de mi puño... la amistad verdadera sabe a lágrimas y lúpulo caliente.
Néstor José Jaime Santana

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