Decisiones.

La inteligencia supina es descubrir que nada importa tanto.
Todo existe en un continuo donde la subjetividad de una persona convierte en las mayores atrocidades a los hechos más insignificantes: encienden la televisión, ponen los telediarios cargados de desgracias y doblemoral, chupapoyando a las grandes empresas y políticos, observan como cientos de críos al día -ponen solo dos o tres, con suerte, pero son cientos- se despedazan como plumas de palomas atropelladas contra el aire en guerras de países que jamás habían escuchado hasta que necesitamos de su gas, de su armamento o de sus coños, ven los noticiosos mientras se atiborran con un buen pedazo de pan enchumbado en salsa apestosa de tomate, dejando caer los espaguetis contra sus bigotes mugrientos y reclamando a Dios las gotas de cerveza que se les acaban de caer contra la barriga incipiente, descomunal, el eterno embarazo en grasa y azúcares del obeso feliz.
En mi caso prefiero no complicarme: el mundo tal vez importe un carajo, pero soy un agnóstico de la realidad, me limito a vivirla lo mejor que se sin ánimo de queja contra la malda que se avecina... y tampoco suelo soplar matasuegras si es algo bueno. A menudo tiro de hechos neutrales, como la cerveza, mi pequeña Suiza, mi sagrada zona entre fronteras: si peleo con la parienta doy un paseo que termina en el bar y si mi equipo de fútbol acaba de ascender me desplomo contra la barra a golpe de botellín hasta que las facturas me sacan en bolandas, borracho perdido y con la resaca saludándome con su grotesca sonrisita cínica desde el mediodía en la fábrica de refrescos donde trabajo, esa en la que el reloj parece caminar hacia la izquierda: cada vez que lo observo parece haber llegado a los -273'15º C.
Hoy ya ni recuerdo si era felicidad o tristeza lo que plantó mi culo frente esta barra maltrecha y ridícula tan vieja que conserva las manchas de alcohol en su tapiz como una puta vieja las de semen en sus medias el día del retiro. Una criba de cristal verde se apodera de mi visión y lo único que soy capaz de padecer son las sienes golpeando iracundas mi materia gris. Ni triste, ni alegre, tan solo estoy, porque la vida es una sucesión de momentos que casi nunca eliges frente a los cuales solo puedes escoger como tratarlos, así es, afrontémoslo: por mucho que los positivos de mierda se empeñen, nadie posee elección sobre su vida, cualquier individuo con la capacidad de existir en esencia es a lo único que puede ceñirse, a “la existencia”, una suma de cagar, respirar, comer, morir y si hay suerte, follar... no es poco y más aun cuando comprendes que la belleza de la elección no reside en seleccionar uno u otro momento, uno u otro camino -ya hemos visto que eso es imposible: de ser capaces todos nos hubiéramos decantado por ser futbolistas de éxito con mujeres u hombres de grandes coños y poyas respectivamente... en cambio la mayoría les vemos cada domingo dar patadas a un balón con el botellín baboso como el calcetín que roban los cachorros de perro, por pura pereza-,no, pequeño, la vida no se elige, simplemente te sorprende y uno es un hombre no en función “de la vida que escoge” -insisto, es imposible-,sino de según como actúa ante ese inesperado bofetón que te da a cada segundo el viejo tiempo... naces en una ciudad rodeado de papelas y guitarras, donde tu tío muere de sobredosis ahogado en su propio vómito mientras componía un martes cualquiera y tú decides en cual de los dos tíos convertirte ante el impacto de su ejemplo: el yonki o el músico. Así que ningún hombre es en función de sus circunstancias, bueno algunos sí, los cobardes, pues un hombre es en función de como apechuga y hace frente a esas eventualidades... no todos pueden ser futbolistas de éxito, porque nacieron con una rodilla deforme o asmáticos, unos eligen seguir adelante y machacarse en ligas regionales tragando polvo en campos de tierra o colgarse la cobarta, encontrar un trabajo estable e incluso llegar a convertirse en los mejores de su oficina en algo que odian con todo su corazón... Por eso me gustan los torpes que deciden seguir un objetivo inconquistable: el mayor honor, el mayor coraje nunca se encuentra en ser el número uno, sino en ser un fracasado que sonríe, porque invierte cada segundo en perder haciendo aquello que ama... solo son felices quienes toman la senda de la pasión en lugar de la del éxito.
Quizás por todo ello venga al bar: aquí hay muchos de los que simplemente se dejaron llevar por los acontecimientos sin ni siquiera escoger, surfistas sobre sus tablas dejando que las olas les cabalguen hasta la orilla de la que no saben volver. Frustrados, fracasados, derrotados... se puede aprender muchísimo cuando escuchas un alma parcheada sobre lo cosido un millón de veces y a eso me dedico, a escucharles. Uno me sorprende sobre los demás, destaca por su fealdad, es “el maestro”, jamás nos aprendimos su nombre. Lleva un rato machacando los tobillos de los clientes con su silla de rueda igual que un gatito pequeño dando zarpazos contra tendones de Aquiles para hacer nota su presencia. Queda poco para que de conmigo: habitualmente me hago el sin seso, pero esta noche apenas han venido dos o tres enciclopedias y no son de las más interesantes. Le miro fijamente a los ojos, esos globos cargados de cascadas lechosas que recuerdan a los de un pez fiambre a juego con la lengua que parece escabullirse de entre sus dientes igual que un gordo gusano morado escapando de un melocotón afilado.
-¡Qué hay, joven?
-¿Qué tal maestro?
-Aquí, oliendo culos.
Ambos reímos un poco, lo justo.
-¿Me invitas a una cervecita?
-Sí maestro, ¿porqué no?
Nos vamos de la barra y usamos una tercera silla como soporte, para que la droga esté a la altura de sus propias manos: no me agradaría tener que ponérsela en los labios como si estuviese amamantando con un biberón de vidrio a un bebé putrefacto.
-Y dígame, ¿sigue tocando el piano?
Yo se que no, pero cada vez que le pregunto por el instrumento cuenta una nueva versión de porqué ya no lo toca. Van ya 16 años sin golpear el dado.
-No, joven: además de que es difícil tocarlo desde la silla, cada vez tengo peor los dedos, ¡mira, mira!
Observo unos dedos amoratados: parecen salchichas o tal vez penes, excesivamente gruesos, pasados de fecha, como si los hubieran amarrado desde la base con una fuerza sobrehumana buscándoles a propósito la gangrena.
-Comprendo. Con esos dedos es difícil tocar.
Rick Allen continuó tocando la batería y Bethoveen componiendo sinfonías... simplemente no tengo ganas de llevar la contraria: eso daría lugar a una conversación demasiado larga.
Sigue quejándose un poco sobre sus manos y esta noche tengo suerte: me habla de sus momentos de gloria cuando tocó con Nate King Cole o cuando vivía de su piano en Bruselas, Londres y Madrid actuando de pub en pub, en algunos cabarets, algún teatro hoy cubierto de ácaros y nostalgia... se que es cierto, porque me enseña los recortes de periódico de esas épocas de plata.
Habla, bebe, lloriquea... todo con tal de una nueva cerveza, el mono haciendo piruetas en búsqueda de otro pistachito. Uno de los mejores pianistas de todos los tiempos sin que ni siquiera él mismo lo sepa -tuve la suerte de escucharlo cuando era crío, hace más o menos una década en esta misma ciudad- y hoy en día lo único que le importa es encontrar una nueva víctima del aburrimiento que le subvencione las cervezas.
Tal vez nada importe lo suficiente.
Néstor José Jaime Santana

Comentarios

Entradas populares