Planeta azul.

Sabe a vagina recalentada.
He tenido que escapar de aquel maldito sitio donde limpio la mierda de las peceras: estas no tienen cofres del tesoro, ni tampoco un buzo de plástico, de eso ya me encargo yo. He visto cosas que ustedes no creerían: lenguados con dos cabezas, samas con tumores desparramándoseles desde el estómago hacia la nada marina, gallos que realmente pían… mutaciones propias de peces mongólicos apareándose apiñados en el interior de aquellas jaulas inmensas, un cilindro similar al de alguna lavadora gigante donde la mierda de los animales se entremezcla con el sabor blancuzco y orinado del agua salada… Simplemente tenía que escapar de aquella cárcel.
Tan solo seis horas al día bajo el agua, limpiando y soldando tuberías rotas en las jaulas de la piscifactoría, debería sentirme privilegiado porque mi jornada sea inferior a la media, pero cuando me quito ese neopreno que deja mi piel roja, agrietada como si mil rosas moribundas hubiesen follado a lo largo de mi carne, siento que los pulmones no son más que una parodia acanajiada de sí mismos, las arcadas son tan brutales que ni siquiera me atrevo a vomitar por miedo a soltar órganos en lugar de esputos y es entonces cuando pienso que en alguna parte del país algún cabrón con suerte lleva doce horas trabajando sobre un andamio y está a punto de sufrir un infarto.
Debería irme directamente a casa, estar con ella, sostenerla de la mano… es curioso: existen millones de manos, todos tenemos al menos dos, pero en cambio solo una de entre tantas te hace sentir jodidamente a salvo, como si esa mezcla de tendones, huesos y carne, bañados en sangre –probablemente sea el fluir de la sangre lo único que diferencien una mano viva de una fiambre, la carne humana de la de cerdo embutida tras el mostrador de la carnicería-,como si ese amasijo de existencia materializada fuese una segunda placenta, cargada de sudor, de gérmenes, pero satisfactoria, pacífica, sosegadora. Nunca sabrás cuanto vale la pena un ser humano hasta que no le sujetes de la mano agarrándole del pelo mientras vomita en el baño a las 3:46 de la madrugada, enchumbado en fiebre, con el hedor ácido igual que el de la basura olvidada demasiado tiempo impregnando cada gramo de tu piel, consciente del virus apoderándose de toda tu salud y, así todo, entre la preocupación y el hastío violando tu materia gris, encuentres a flote la certeza de que ese baño es el mejor lugar donde puedes, quieres estar por el hecho de sentir el calor de esa mano. Pero hoy, simplemente me encuentro incapaz de ir directo hacia aquella casa en la cual me ahorcaría si tras seis horas soportando la presión del mar infectado de podredumbre, de residuos, de muerte llego al hogar y la encuentro sollozando entre gritos sordos en su tercer trimestre, con la barriga a punto de estallarle –porque los niños no traen panes, sino granadas ocultas en los sobacos-, quejándose del calor, de la humedad o de sus pies hinchados, torturándose con la idea de que jamás recuperará su peso tras parir… como si eso me importara: he renunciado a todos los coños del mundo menos al tuyo, justamente porque lo menos atractivo que posees es tu entrepierna… escojo estar contigo por tu capacidad de amarme aun conociendo lo más despreciable de mi, por tu poder para comprenderme aunque mantenga la boca cerrada durante horas embobado sobre el sofá, con los ojos entrecerrados perdido en el sueño lúcido, en el autoengaño, en la utopía de que tal vez mañana el mundo por fin se haya secado totalmente. Así que toda esa mierda que lees en las revistas, acerca de que a los tíos no nos gustan las mujeres con piel de naranja o que tras el embarazo de la parienta perdemos la libido, úsalo como retrete para el perro, pero no te creas esas idioteces.
Pero hoy no, pequeña, hoy necesito tiempo para mi.
Acabo el último turno, conduzco unos cuantos quilómetros sin haberme duchado, con la misma ropa que llevaba ayer. Bajo del coche, entro en el primer bar que descubro, todos me miran como si me hubiese metido de cabeza en un barril angosto de tollos y en cierto modo, así es.
-Un quinto, por favor.
El tipo de la barra se escurre hasta mi taburete. Le faltan unos cuantos dientes y la coca lleva tanto tiempo golpeándole el tabique que por fin sus ojos no son más que puntos negros a cada lado de una calavera que se resiste a perder la piel. Noto que ha dejado al margen a la mujer con quien hablaba, una cincuentona que masacra sus tetas azuladas por las venas con tal de poder enfundarlas en un escote donde más que pechos parecen asomarse dos pellejos de salami a medio vaciar.
-Te veo cansado.
-Ya ves.
-¿Quieres otra cerveza?
Le mostré la mía levantándola. Ojalá la hubiese tenido vacía del todo: la cerveza gratis en bares desconocidos es como un gallo con picos en la cresta.
-¿Y qué tal un coño?
-¿Un coño?
-Sí, ¿ves a aquella? Es mi mujer, pero así es la vida. Vendemos polvos.
-¿Tú también?
-De pende, ¿cuánto ofreces?
-¿Eres maricón?
-Todos somos putas y maricones, tan solo que algunos tienen tarifas más altas que las de otros, esa la única diferencia. El honor no se mide en función de lo que somos, sino del precio que le ponemos a nuestra esencia.
-No me esperaba encontrar un filósofo a estas horas.
-Las grandes obras del pensamiento se descubren en la penumbra de un bar a entrehoras.
Se echa a reír. Su vaho es tan denso que me pica igual que medusas apestosas cuando llega hasta mi nariz.
Doy un trago de mi cerveza: sabe a líquido vaginal recalentado, igual que el gusto de su coño, seguramente.
-¿Te hace?
-No gracias, soy un maricón a la inversa: mi honor depende de cuanto pague por lo que deseo.
Subo al coche para regresar con la preñada. Al volver la observo tumbada boca arriba en la cama recordándome grotescamente a peces difuntos en el interior de una pecera demasiado pequeña. Me acerco. La beso en la boca tan profundamente que me duele el amor. Comienza a llorar, sin motivo más allá de lo que ronde su cabeza. La abrazo medio borracho de cansancio y alcohol. Cojo su mano… por fin a salvo.
Néstor José Jaime Santana

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