Puerta al sur, capítulo 12 - Batalla a las puertas de Arakzigal
Cuando
Rómak y Vandrine regresaron al túnel por el que habían salido de Kurun-shur, lo
encontraron cerrado. Era como si una pared repentina se hubiera alzado desde el
suelo, interrumpiendo por completo el pasaje. Se sintieron desconcertados, mas
de nada les sirvió tal sensación y terminaron por darse la vuelta.
—Aún podemos ponernos a salvo —dijo
Vandrine—. Allá estos enanos y sus guerras.
—No —dijo Rómak, volviendo a mirar el túnel
cerrado—. Debe haber una manera de entrar. No comprendo que se haya cerrado de
pronto.
—Bueno. Incluso si nos quedamos aquí, será
difícil que nos ataquen esos tipejos —dijo la mujer, y buscó una piedra sobre
la que sentarse y cruzarse de brazos.
Pero Rómak no tardó en desesperar, y pronto
comenzó a llamar a gritos a los enanos. Pidió que le permitieran entrar, y se
disculpó. Habló y habló, no obstante, no recibió ninguna respuesta hasta que
advirtió de la amenaza proveniente del norte. Entonces un enano asomó desde
algún lugar por encima de la caverna cerrada.
—¿Eso que dices es cierto, humano? ¿O solo
se trata de un truco para que te permita entrar? —dijo el barbudo enano.
—Es cierto, lo vimos hace unos minutos. Se
trata de esos kulvarllum, cientos de ellos —dijo el herrero.
El enano emitió un prolongado gruñido y
desapareció.
—¡Espera, deseamos ayudar! —gritó Rómak,
acercándose a la caverna.
Aguardó unos segundos, escuchando solo
silencio, hasta que la piedra ante la que se mantenía de pie quedó dividida por
una delgada línea y se abrió como una puerta doble que no hacía ruido alguno.
Las dos hojas quedaron fundidas a la perfección con las paredes del pasaje,
pero no fue eso en lo que Rómak se fijó. Había tres enanos armados mirándolo.
—Os cerramos la puerta para que no
regresarais —dijo uno de ellos, y señaló a Vandrine—. Esa mujer fue desterrada
de nuestro reino, y al acompañarla, tú también eres un infractor.
—Venimos a advertiros, ¿acaso eso es delito?
—dijo Rómak—. Y, al menos por mi parte, quisiera luchar a vuestro lado. —Los
enanos dudaron—. He estado trabajando en la herrería de Barrun, soy amigo de
Gorin.
Los enanos cuchichearon unos instantes entre
ellos, antes de decir:
—Venid, y ya decidirán otros. No nos importa
que un humano luche en una de nuestras batallas, ni tampoco lamentamos usar a
una prisionera con el mismo fin.
—¿Qué acabáis de decir? —dijo Vandrine,
mirándolos con fiereza.
—Que volverás a entrar en Kurun-shur, pero
solo en calidad de prisionera —dijo uno de los enanos sin amedrentarse. Aunque
uno de ellos parecía un tanto inquieto—. ¡Rápido! Si vuestras nuevas son
ciertas, Kurun-shur no tardará en prepararse para la batalla.
Los enanos se apartaron de la caverna y
utilizaron sus hachas para indicar a los humanos que se adentraran en la
montaña. La puerta quedó cerrada a sus espaldas, tal como se hacía en tiempos
de amenaza o guerra, o ante visitantes indeseados.
Los humanos fueron conducidos hasta la gran
fachada de piedra donde estaban construidos los hogares de Kurun-shur. Rómak
llevó los ojos por un instante hacia el lugar donde estaba su pequeña caverna,
pero enseguida desvió sus sentidos pues escuchó una voz profunda que resonó en
toda la estancia. Hablaba en la lengua de los enanos, por lo que no pudo
comprender ninguna palabra, aunque los dos guardias que los habían escoltado no
tardaron en ofrecer una traducción.
—Llegáis tarde si pretendíais avisar al
resto del pueblo sobre la amenaza del ejército de kulvarllum. La nueva ya vuela
bajo la montaña.
—¿Cómo? —dijo Rómak, volviéndose para
mirarlo.
—Tenemos muchos ojos en las montañas —dijo
el otro guardia—. Aprisa, ¿no eras herrero? Ve a la herrería a por un arma. No
vamos a escoltaros durante toda la batalla.
El enano empujó a Rómak y se alejó de él
enseguida, corriendo junto a su compañero. El herrero miró a Vandrine.
—¿Qué? —dijo ella, descontenta—. Venir aquí
no ha servido de nada, después de todo.
—Lo lamento —dijo Rómak—. Pero al menos yo
cumpliré mi palabra.
—Lucharé también, si obtengo un arma digna
—dijo Vandrine—. La rabia que ha permanecido tanto tiempo en mí debe salir.
Esos kurllur… o como los llamen,
pagarán en nombre de los que me han dañado.
—Guarda cuidado —dijo Rómak, molestándola.
—Un herrero aconsejando cuidado a una
guerrera de la Guardia Real —dijo, y rio mientras comenzaba a caminar—. La
herrería se encuentra por ahí, ¿no es así?
Llegaron a la fragua tan pronto como
pudieron, pero no fueron capaces de entrar. La gran puerta estaba ocupada por
dos extensas filas de enanos: una que entraba constantemente y otra que salía
con la misma fluidez. En medio de ellos y un tanto separado, había otro enano
que dirigía aquellos movimientos y que se encargaba de cualquier imprevisto.
Los enanos que entraban lo hacían con sus vestimentas regulares y desarmados,
en su mayoría; los que salían vestían ya cotas de mallas y yelmos, y portaban
mejores armas o escudos si tal era su deseo.
Los humanos tuvieron que aguardar hasta que
los diligentes enanos se retiraron, prontos para la batalla, y recibieron dos
espadas que nadie había reclamado. Y a pesar de que eran las sobras, Rómak
pensó que eran un buen trabajo, uno que al menos superaba a la mayoría de las
fabricaciones que había visto en Rósevart. Sin embargo, cuando alzó la vista,
se encontró con que el maestro Barrun lo miraba desde cierta distancia, y tenía
el ceño fruncido. Solo entonces recordó el encuentro con su hija.
—¿A qué esperas? —le dijo entonces
Vandrine—. Aquí no hay armaduras de nuestra medida, no hay ni una mísera funda
para estas espadas.
—Salgamos, pues —dijo Rómak, tomando sin dudar
la oportunidad de alejarse del maestro herrero.
En el exterior de la herrería, el enano que
dirigía a las tropas les indicó el túnel a seguir, y los dos humanos corrieron
en aquella dirección; una excepción a la ley que prohibía correr era, sin lugar
a dudas, la hora previa a una batalla. Rómak y Vandrine alcanzaron enseguida a
los demás enanos, quienes ni siquiera los miraron, y comenzaron a avanzar.
Por largos minutos recorrieron varios
túneles que en ocasiones serpenteaban docenas de veces en la oscuridad o que
daban a una gran caverna habitada. Estas eran las otras aldeas de Arakzigal, y
de cada una de ellas salía una hueste más de enanos dispuesta a luchar. Las
voces graves y los cuernos no dejaron de sonar durante toda la marcha, y el
ruido rasposo de las cotas de malla de hierro era como una pesada lluvia que
provocaba mil ecos en cada pasaje. Algunos enanos cantaban con voces ásperas y
en su lengua, otros trataban de colocarse en la vanguardia para salir antes de
la montaña; pero ninguno prestaba atención a los humanos. Rómak se preguntó por
Gorin mientras miraba por encima de tantas cabezas con yelmo. De pronto se
percató de que también había mujeres enanas en aquel ejército, y miró a
Vandrine. Pero, si iba a comentar algo, lo tragó al distinguir su expresión
fiera. Sintió que no debía dirigirse a ella hasta que la batalla hubiera terminado.
Los enemigos aún se encontraban lejos cuando
lograron salir de la montaña. Rómak ya sudaba a pesar de que solo había trotado,
pero la cercanía de tantos enanos y la tensión habían provocado en él calores
que la brisa de la montaña apenas podía aliviar. El herrero pronto descubrió
que, entre todos los enanos, había unos pocos vestidos con una capa blanca y
azul, y que no dejaban de hablar en voz alta mientras movían las manos. Supuso
que eran generales, y que aquellos gestos eran sus órdenes.
Rómak se limitó a seguir los pasos de los
enanos que tenía más cerca, aunque mantuvo la atención en Vandrine, para que no
se alejara de él. Los dos se movieron alrededor de la montaña hasta quedar a la
sombra de un extenso saliente de piedra. Desde ese momento, no recibieron
ninguna orden.
—Parece que esta será nuestra posición —le
dijo Rómak a Vandrine, por encima de un enano que estaba en medio.
—Bueno, pues que lleguen cuanto antes esos
salvajes —dijo ella, mirando al horizonte.
Este se oscurecía por la bandada de inmensas
nubes que pacía en los cielos, ajena a lo que en tierra acontecía. El terreno
era muy pedregoso, interrumpido por las elevaciones de decenas de colinas que
abrían espacio a varios valles entre sus pies. Aun así, el ejército enemigo
mantuvo la misma dirección tanto como pudo, avanzando a un trote lento. Pronto,
los enanos pudieron distinguirlos. Eran esos kurvallum, como se había dicho, y
portaban lanzas y hachas, espadas, cuchillos y piedras; vestían armaduras de
cuero o de pieles, reforzadas con madera atada con cuerdas en algunos puntos.
Tenían los rostros pintados de blanco, dando forma a enormes ojos en sus
oscuras frentes o extendiendo sus bocas de manera sobrenatural. La ira era la
expresión más común en aquellas caras, y sus voces rabiosas confirmaban que
habían abandonado cualquier idea de paz.
Sin embargo, a los enanos les habría
importado poco que les hubieran ofrecido parlamentar. No era la primera vez que
batallaban contra los hombres de las montañas, y, por lo que eran capaces de
distinguir, sentían que no sería la última.
Una poderosa orden resonó cerca de Rómak y
Vandrine, y luego siguió el crujido de un trueno que en verdad era el comienzo
de una avalancha de enormes peñascos. Estos rodaron hacia los kurvallum,
quienes se echaron a los lados y trataron de ocultarse tras las laderas más
cercanas. Algunos murieron aplastados y gritaron entre la polvareda, mas sus
voces no cesaron cuando las rocas se hubieron detenido. Porque también había
enanos ocultos en aquellas laderas, y ningún invasor supo de dónde habían
salido. Estos comenzaron a luchar de inmediato y lanzaron sus feroces rugidos,
el metal cantó, y las huestes más alejadas se lanzaron también a la lucha.
Al fin Rómak dejó de ser espectador y
comenzó a descender la ladera con cierta torpeza, mientras que los pies firmes
y pesados de los enanos les permitieron mantener un buen equilibro. Sin
embargo, a Vandrine no le importó su desventaja, y bajó con una agilidad que
ninguno de los enanos habría podido imitar.
El bullicio de la lucha era más claro a cada
paso, y pronto la compañía en la que se hallaban los dos humanos formó parte de
la tormenta. La guerrera pudo luchar por primera vez en tanto tiempo, a pesar
de que no encontró ningún digno rival. Los kurvallum caían ante su espada como
si fueran muñecos de paja fabricados para practicar, y a cada tajo su rabia se
incrementaba mientras recordaba a los soldados de Rósevart. Insatisfecha, no
dejaba de desear que esos hombres fuesen sus rivales.
Por otro lado, Rómak se mantuvo cauto.
También demostró una buena destreza en la lucha, mas no tardó en percibir algo:
había pocos adversarios. Pudo permitirse demasiados momentos de calma, y los
enanos superaban por mucho a los kurvallum. Pronto, fue capaz de limitarse a
observar cómo la batalla mermaba hasta extinguirse. Algunos enanos ya habían
comenzado a clamar y a gritar por la victoria.
Y cuando todo sonido metálico se hubo
apagado, una voz superó a todas las demás con el apresurado mensaje que portaba.
Y aunque habló en la lengua de los enanos, Rómak y Vandrine pudieron percibir
la premura en las palabras.
—¡Reclaman refuerzos en la falda oeste de
Arakzigal! ¡Los kurvallum están invadiendo la montaña!
Imagen: mythcreants.com
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