Puerta al sur, capítulo 9 - Un hogar en la oscuridad
Vandrine
alzó la espada hacia los enanos antes de que estos dieran un paso más, pero
Rómak, inquieto por el deseo de evitar aquella lucha, se acercó de una zancada
a ella y le hizo bajar el arma. Vandrine lo miró con el ceño fruncido por un
instante, pero los habitantes de las montañas no se detuvieron ni dejaron de
gritar. El herrero se volvió a ellos y levantó las manos.
—¡No somos enemigos! ¡No queremos luchar!
Algunos enanos se miraron, pero los que iban
en cabeza estaban decididos a continuar su carrera. Y dejaron a Rómak y a
Vandrine atrás cuando los flanquearon para tratar de dar alcance a Gurban,
quien casi se había perdido pendiente arriba. Los dos viajeros se volvieron
para mirar cómo lo perseguían, y entonces uno de los enanos se dio la vuelta y
los observó. Tenía la barba castaña, casi anaranjada, y parecía bastante joven
para lo que cabía esperarse en su gente.
—Los humanos blancos no viven en estas
montañas —les dijo en lengua común—. ¿Qué hacíais con él?
—Nos lo encontramos por el camino —se
apresuró a decir Rómak—. Le dijimos que nos trajera a vuestras casas.
—¿Para qué? —preguntó, moviendo el hacha que
tenía en la mano izquierda.
—Para aprender de vosotros —dijo Rómak—. Soy…
herrero, y hemos escapado de Rósevart. El reino ya no es seguro, y deseamos
encontrar un refugio.
—Los enanos no acogemos a exiliados —dijo el
otro, y gruñó—. Podéis regresar por donde habéis venido.
—¿No podéis hacer una excepción? —dijo Rómak,
inquieto—. Llevamos días viajando exhaustos o habitando cuevas. Deseamos
descansar.
—¿Y pretendéis que le ofrezcamos todas las
comodidades a unos forasteros de otra raza?
—Trabajaremos cuanto sea necesario, desde el
primer día —dijo el herrero, aunque en la cara de Vandrine había
disconformidad.
—Escuchad, no me corresponde a mí decidirlo,
pero desconfiamos de aquellos que no son de nuestra raza. Incluso de los que no
viven en las mismas montañas —dijo el enano—. Lo mejor sería que os marchaseis
y buscaseis alguna cueva, lejos de aquí. A nadie le gusta que unos desconocidos
habiten sobre su tejado, ¿no es así? También podéis probar suerte en el
suroeste, en las casas de esos kulvarllum.
—¿Quiénes?
—Hombres de piel oscura como que el que
acaba de escapar. Malditos que nos roban y atacan en cuanto tienen la ocasión
—dijo el enano con desagrado en el rostro.
—Creíamos que los esclavizabais —dijo
Vandrine entonces.
—Por supuesto, como castigo a sus crímenes
—dijo el enano—. ¿Pensabais que ese tipo era inocente? No creo que os haya
traído aquí por amabilidad.
—No, desde luego que no —dijo la mujer,
levantando la espada.
—Es un cobarde, y de poco le servirá haberse
librado de vuestras amenazas cuando le echemos las manos encima.
—Si lo hacéis, ¿no estaréis en deuda con
nosotros por haberlo traído hasta aquí? —dijo Vandrine, mirando al enano con
suspicacia. Este carraspeó y desvió los ojos.
—Si lo hacemos. Si lo hacemos… Por desgracia,
esos bribones corren con mayor presteza que nosotros —dijo.
Rómak se volvió hacia Vandrine, pero ella
tardó en devolverle la mirada, encontrándose con unos ojos muy abiertos. Aun
así, la mujer no quiso comprender lo que el herrero quería decir, hasta que lo
vio echarse a correr por donde Gurban había huido.
—¿Tan desesperado estás por vivir con los
enanos? —le dijo Vandrine desde atrás. Pero él no se detuvo a contestar.
—Estoy desesperado por comenzar a enderezar
las cosas —dijo él, y siguió corriendo.
Vandrine siguió a Rómak, aunque el enano que
había hablado con ellos se quedó atrás, rezongando en su propia lengua. Era
cierto que los de su raza no se movían con mucha presteza, pues Rómak no tardó demasiado
en alcanzar a los perseguidores y dejarlos atrás, con sus voces roncas
emitiendo quejidos que se repitieron cuando Vandrine pasó también. Pero Gurban
llevaba una ventaja que los dos humanos no pudieron superar. Además, aquel
hombre estaba acostumbrado a moverse a través de terrenos montañosos, y los
peñascos o las pequeñas grietas no suponían grandes obstáculos para él.
Sin embargo, aquella era tierra de enanos;
los tejados de sus casas, como había dicho el de la barba anaranjada. Rómak
pudo ver, poco después, cómo tres enanos más aparecían casi de la nada, desde
algún agujero que parecía invisible, y le cortaban el paso a Gurban. Rómak
trató de aprovechar para acercarse, zigzagueando entre varias rocas y subiendo
como podía las pendientes que se encontraba. Pero el de piel oscura también se
movió con presteza y evitó a los enanos, solo para encontrarse a otros dos que
de manera igualmente sorpresiva salieron de algún rincón. Entonces, un asustado
Gurban retrocedió y se desvió hacia un lado, pasando con un grito cerca de
Rómak. Él saltó para tratar de agarrarlo, mas logró escabullírsele por muy
poco, dejando al herrero inclinado sobre el suelo.
Se irguió enseguida para reanudar la
persecución, pero al levantar la vista vio que Gurban forcejeaba con unos largos
cabellos oscuros que se balanceaban de un lado a otro. Se trataba de Vandrine,
que no había avanzado en línea recta detrás del herrero, sino que había
descrito una curva en el camino para tratar de acorralar al hombre de las
montañas. Y lo había conseguido, aunque ahora le costaba retener su fuerza. Rómak
no dudó en lanzarse a ayudarla, y entre los dos lograron retener a Gurban
contra una pared de piedra. El hombre estaba muy sucio y apenado, con los ojos
cerrados y la boca torcida del disgusto. Gimoteó y dijo:
—¡No dejéis que me encierren otra vez! ¡No
seáis malvados!
—¿Acaso no eres tú el malvado? —le dijo
Vandrine—. Eso dicen los enanos.
—¡Claro que lo dicen! Para que nadie tenga
piedad con mi pueblo, pero no es cierto —dijo Gurban, sollozando—. Los garbrûn
somos buenos, las garbrûn vivimos en paz. Soltadme, ¡soltadme!
Rómak miró a Vandrine, pero ella no tenía
intenciones de soltar a aquel hombre, y el herrero no sabía si las tenía
también. «Si lo dejamos marchar, las cosas se dificultarán muchísimo para
entrar en la ciudad de los enanos», pensó. «Pero si lo entregamos, quizá nos
permitan el paso, aunque, ¿cómo saber quién dice la verdad? ¿Y si este
desgraciado es inocente? ¿Merece la pena destruir la libertad de otra persona
para acercarse a una meta?».
—Deja de pensar, va a escaparse —dijo de
pronto Vandrine, reteniendo a Gurban por la fuerza. El hombre había intentando
zafarse de ella una vez más, porque había visto cómo unos enanos llegaban a la
escena.
Rómak se dio la vuelta, viéndolos también.
Traían sonrisas y cuerdas en sus robustas manos, y suponían el final de las
deliberaciones mentales del herrero. Con ellos tan cerca, no había más que
decidir. «Lo siento por este tipo», pensó Rómak.
—¡Bien hecho! —dijo uno de los enanos,
adelantándose para empezar a maniatar a Gurban—. No sé quiénes sois, pero os
doy las gracias por atrapar a esta bestia.
—¡No! —gritó Gurban.
—Sois humanos de Rósevart, ¿no es así? —dijo
otro de los enanos—. ¿Qué hacéis aquí? Vosotros nunca venís a comerciar a
nuestra casa.
—Huíamos de Rósevart —dijo Rómak—. Las cosas
han cambiado mucho en las últimas semanas. Lo cierto es que nos gustaría que
nos acogieseis por un tiempo.
«Hablas solo por ti», pensó Vandrine.
—¿Acogeros? ¿A unos humanos? —dijo el enano
mientras terminaba de hacer un nudo en las muñecas de Gurban, que apretó sin
miramientos. Luego miró a sus congéneres—. Nos habéis ayudado…
—Soy herrero —dijo Rómak, con un tono un
poco suplicante—. Me gustaría aprender de vosotros, para forjar el arma más
resistente de todas. Hay alguien que posee un martillo que…
—No lo posee, lo robó —dijo Vandrine,
cruzándose de brazos—. Sin duda incluso en las montañas se conocen las armas de
dragón. Pues bien, ese martillo se trata de una de ellas.
Los enanos emitieron unas cortas risas,
ásperas de voz.
—¿Pretendes forjar un arma que supere a una
de esas creaciones? —le preguntó el mismo de antes—. Ni los más dedicados
maestros de las montañas han logrado semejante hazaña. Hay otros trabajos,
además de la herrería, y si pretendéis vivir entre nosotros, quizá deberíais
dedicaros a ellos.
—Soy herrero —dijo Rómak, serio—. No sé
hacer otra cosa. —Los enanos negaron con la cabeza.
—Eso habrá de demostrarse primero. Esto ya
está, llevemos a los humanos bajo la montaña, aunque solo este kulvarllum irá a
las celdas.
El grupo de enanos echó a caminar, seguido
por Rómak y Vandrine, aunque no se encontraron con aquellos que habían
perseguido a Gurban primero; era como si hubieran desaparecido. Y los humanos
nunca sabrían por dónde se habían metido en la montaña, pues fueron llevados a
una caverna que penetraba en la roca, tras caminar largo rato entre laderas,
peñascos y árboles gruesos; los enanos dijeron no necesitar caminos en la
montaña, tal cosa era solo para comerciar con otros reinos.
Los primeros tramos bajo la montaña fueron
oscuros, pero pronto comenzaron a deslumbrar unas antorchas que iluminaron un
pasaje estrecho y sin tallas de ningún tipo, muy contrario a lo que Rómak había
esperado. El pasillo se prolongó durante largo rato, y los enanos siempre iban
avanzando al trote, empujando a Gurban con las cabezas de sus martillos o con
los puños. El herrero no dejaba de mirar al hombre de piel oscura, sintiendo
lástima, aunque a Vandrine no le importaba demasiado.
Sin embargo, la atención de ambos pronto se
dispersó en los alrededores cuando el pasaje llegó a su fin. Este desembocaba
en una habitación redonda, pero estaba abierta por un extremo, y dejaba ver una
infinidad de luces lejanas que alumbraban incontables fachadas de lo que
parecían ser casas alzadas unas encima de otras. Y en realidad eran algo
semejante a eso, como los humanos pudieron ver poco después. Porque en la pared
interna de la montaña había esculpidos infinitos tramos de escalera que
llevaban a diferentes puertas, oscurecidas por los marcos que las cercaban,
pero cerradas a miradas ajenas.
De pronto, como si hubieran aparecido sin
más, Rómak y Vandrine distinguieron a varios enanos que subían o bajaban por
algunos de aquellos peldaños, o los veían sentados ante sus puertas, con las
cortas piernas balanceándose sobre el vacío mientras movían las manos, quizá
tallando madera, quizá quitándole la piel a algún alimento. Los humanos se
habían quedado parados allí, tratando de distinguir todos los rincones de la
amplia sala, y por eso no se percataron de que habían quedado en compañía de
uno solo de los enanos del exterior. Los demás se llevaban a Gurban por un
túnel abierto a nivel del suelo.
—Debe haber una habitación vacía para
vosotros —dijo el enano, después de carraspear para llamar su atención—. Os
quedaréis ahí hasta que el señor de nuestra morada decida cuál es vuestra
suerte.
—¿Cómo se llama este lugar? —le preguntó
Rómak, sorprendiendo al enano, que quedó pensativo.
—Si te refieres a esta zona… su nombre es Kurun-shur. Si quieres saber el nombre que
le damos al interior de la montaña, ese es Arakzigal. Si, por el contrario,
deseas conocer el nombre de todo nuestro reino, diré Gurtrunakshar. Lo que
vosotros llamáis Montañas Ardientes —y dijo esto último con un vago gesto de la
mano—. Y yo soy Gorin. Me temo que tendré que hablaros muy a menudo.
Rómak se presentó a sí mismo y a Vandrine
mientras eran guiados por Gorin a su nuevo refugio.
En verdad no podía llamarse con otra
palabra, pues no se diferenciaba mucho de una cueva, aunque allí sabían que
estaban protegidos por toda una población de enanos. Sobre todo, cuando el rey Azarek
dio su aprobación para que permanecieran allí y buscasen unos oficios en
calidad de aprendices supervisados por guardianes. Esto significó que, aunque
Rómak pudo acceder a trabajar en una de las muchas forjas de Arakzigal, tuvo
que limitarse a limpiar restos y a ayudar a los herreros, alcanzándoles los
materiales que precisasen o incluso limpiándoles el sudor. Y él siempre miraba
al metal con desconsuelo.
Vandrine, por su parte, insistió en
colaborar en la caza, pero solo le fue concedido un trabajo de cocina junto a
algunas mujeres enanas (que por cierto, no se diferenciaban mucho de los
hombres). Y allí, aunque pasaba la mayor parte del tiempo con un cuchillo en la
mano, era difícil que su entrecejo se relajara mientras limpiaba carnes,
cortaba verduras o limpiaba utensilios.
No obstante, carecían de una mejor opción, y
así comenzaron a pasar varios días afanosos.
En uno de ellos, mientras Rómak regresaba en
horas tardías al pequeño refugio, tropezó con alguien que apareció de súbito
junto a él. Rómak retrocedió de un salto, e incluso en la oscuridad, distinguió
el asustadizo rostro de Gurban a su lado. Parecía haber vuelto a escapar, de
algún modo.
—No, no… —murmuró Gurban, retrocediendo.
Rómak miró a su alrededor. No había nadie, aunque podría avisar a los enanos. Sin
embargo, la piedad que había sentido por aquel individuo despertó.
—Vete —le dijo en voz baja, apartándose de
su camino. La expresión de Gurban no se relajó mientras lo miraba y continuaba
su huida.
Rómak negó con la cabeza y regresó al «hogar»,
una de las casas más pequeñas y simples de Kurun-shur, pero un sitio donde al
menos pudo sentirse tranquilo. Sobre todo, después de haber dejado ir a aquel
pobre hombre; aunque también lo molestaba cierta inquietud.
Gurban pasó muchos días caminando por las
montañas, tropezándose y ocultándose donde podía, hasta que llegó al lugar en
el que habitaban sus congéneres. Allí fue recibido por manos amables y agua, y
pronto fue conducido ante los líderes de su pueblo. Uno de ellos, alto, de piel
también oscura y barba blanca y rizada, le dijo, en un extraño idioma:
—Cualquier cosa que puedas decirnos sobre el
reino de los enanos será útil para planear nuestro próximo ataque. Así los
expulsaremos por siempre de las montañas.
Imagen: http://corwyn.wikidot.com/chokar
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