Puerta al sur, capítulo 10 - Red de hierro
Tras
una semana más, Vandrine comenzó a sentirse por completo recuperada de sus
heridas, aunque eso no hacía que la situación la contentara. Rómak, en cambio,
trataba de trabajar con más afán en cada jornada, y el ver que su compañera
gozaba de mejor salud le hacía tener otros pensamientos acerca de ella. Al fin
y al cabo, eran los únicos humanos en aquellas tierras de enanos, y compartían
hogar, aunque fuera poco más que una cueva. El herrero siempre había respetado
su determinación y su fuerza, y sentía piedad, más bien lamentaba, que una
persona orgullosa como ella hubiera tenido que sufrir las vejaciones y
maltratos de aquellos individuos de Héleho. Rómak sabía que Vandrine jamás
olvidaría aquellos hechos, y por eso se sentía inseguro a la hora de pensar en
tratar de acercarse más a ella.
—Oh, Rómak —dijo entonces Gorin, dándole una
palmada en el hombro—. Qué gran honor se te ha concedido, ¡nadie rechazaría
algo semejante!
Sin embargo, las ocupaciones en la herrería
de Kurun-shur mantenían sus pensamientos muy distraídos, y solía sumergirse en
ellos cuando no hallaba la manera de aumentar la confianza con Vandrine. Pensaba
mucho en estas cosas, sobre todo, desde hacía tres días, cuando los enanos
herreros le dejaron usar un martillo para que demostrara lo que sabía hacer,
como si unos soldados borrachos dejaran una espada en manos de un niño para
divertirse con sus movimientos. No obstante, se habían sorprendido al observar
la habilidad de Rómak, aunque no tanto como si se tratase de un prodigio que
ninguno de ellos pudiera superar. En realidad, las habilidades del humano se
asemejaban a las de un aprendiz enano, pero tenía cierta destreza latente que
sus barbudos compañeros supieron apreciar. Desde aquel día, comenzaron también
a enseñarle herrería.
Gorin, el enano que había conocido durante
las primeras horas en Kurun-shur, le dedicaba bastante tiempo a Rómak, y le
enseñaba algunas cosas sobre el manejo del martillo y las formas de trabajar el
metal que el herrero desconocía. De vez en cuando, el maestro de la forja, un
enano de barba densa y blanca, llamado Barrun, supervisaba las enseñanzas de
Gorin y dejaba caer algún pequeño consejo, y lo mismo hacían el resto de los
compañeros que trabajaban en aquella gran fragua, que más parecía una enorme
cocina en un castillo que un antro oscuro para un hombre solitario. Todos
compartían aquellas ganas de hacer que el «niño» humano mostrara sus verdaderas
habilidades, todos, a excepción de uno.
A Vandrine no le iba tan bien. De hecho,
pensaba que nunca podría irle bien mientras no pudiera salir de aquella cocina.
Ese no era trabajo para ella; solo en su juventud se había dedicado a tales
menesteres para ayudar en el hogar, pero en cuanto había comenzado a mejorar su
destreza con las armas para formar parte de la Guardia Real, la habían servido
a ella. Para colmo, no lograba sentir simpatía por sus compañeras enanas,
quienes tampoco se esforzaban en dirigirle la palabra. Vandrine estaba ya
cansada de oírlas hablar en la lengua de los enanos, que sonaba para ella como
un insistente martilleo dentro de los oídos.
Por eso se había alejado de las enanas
durante uno de los descansos que se les concedía en cada jornada de trabajo.
Mascaba un trozo de carne asada mientras miraba la hoja del cuchillo que tanto
había usado para cortar verduras, tratando de distinguir su reflejo en la sucia
hoja. Aferró la empuñadura, aquella empuñadura tan pequeña y endeble, nada
comparable con la de la mejor arma que jamás había blandido: Quiebracielos. «¿Y ese estúpido herrero
piensa que puede forjar un arma superior? Menudo necio», pensó, acordándose de
Rómak. Suspiró de desespero tras levantar el rostro y escuchar una vez más a
las enanas. «No puedo soportar más permanecer aquí dentro. El descanso aún no
ha terminado, estiraré las piernas un rato». Recogió el cuchillo y echó a
caminar.
Sus pasos la llevaron hasta el pétreo umbral
de la cocina, y como aún disponía de tiempo, permitió que la llevaran más allá.
Ocultó su cuchillo mientras andaba por el ancho corredor, impidiendo que lo
viera el primer enano con el que se cruzó. No intercambiaron ni una sola
palabra, y Vandrine continuó andando con la intención de dejar atrás la
frustración que la atosigaba.
Apenas pudo librarse de ella hasta que se
vio en el exterior de la montaña. Nadie le había impedido continuar, aun así,
se sintió observada durante un largo tramo, incluso cuando ya se hubo alejado
unas cuantas yardas en el exterior. No tenía intenciones de marcharse, pero sí
deseaba distanciarse de todo aquello por unos instantes, aunque fuesen algunas
horas. Caminó con paciencia hasta el lugar donde ella y Rómak habían visto cómo
los enanos capturaban a Gurban, y se preguntó qué trato estaría recibiendo el
hombre de las montañas en las celdas. Siguió andando, ascendiendo entre algunos
peñascos, hasta que estuvo a suficiente altura para poder observar los
alrededores. Había docenas de montañas, y según se extendían las leguas ante
ella, los picos se hacían más altos y anchos, asemejándose a castillos de
gigantes más grandes que cualquier torre construida por humanos.
De pronto, algo se movió en su campo de
visión. Miró hacia abajo y distinguió cierta agitación entre unos arbustos al
final de la ladera que había a sus pies. Vandrine se agachó de forma instintiva
y observó, percatándose de que allá abajo había algún tipo de animal. Tras
mirar por unos instantes, se dio cuenta de que se trataba de un jabalí no
demasiado grande y de pelaje marrón. «No muy grande, pero, de cualquier manera,
sería una pieza de caza», pensó, sonriendo. Y, dispuesta a hacerse con él,
buscó la manera de descender.
Midiendo bien sus movimientos, bajó palmo a
palmo sin dejar de observar al animal, que parecía no tener intenciones de
moverse de allí. Trataba de hacer tan poco ruido como Vandrine, y esto empujó a
la mujer a envolverse en silencio, a pesar de que tuvo que tensar todo el
cuerpo para no resbalar ni en un solo momento. Poco a poco, logró situarse
justo encima del animal. No quitaba los ojos de él, calculando la fuerza y el
momento para saltar sobre su cuerpo y clavarle el cuchillo que lentamente había
sacado. El Sol brillaba por delante de ambos, de modo que ninguna sombra podía provocar
las sospechas del jabalí.
Hasta que una se arrojó sobre él. Vandrine
había saltado casi con el cuchillo por delante, para no perder ni un solo
instante. La bestia se revolvió con fuerza, chillando, y la mujer logró
apuñalarlo otra vez, en la cabeza. El animal consiguió librarse de ella para
echarse a correr, tan aturdido que se golpeó contra la pared de piedra, y se
alejó de ella solo para embestirla una vez más, tambaleante. Sus ojos miraban a
la nada mientras la sangre no dejaba de manar, y Vandrine se acercó a él con la
hoja del cuchillo manchada de rojo, pero dispuesta a clavarse en la carne una
vez más. Pronto, el jabalí se dejó caer, y ella no dudó en asegurarse de que
muriera. Satisfecha, se sentó cerca de su pieza de caza y dejó caer el arma a
un lado, mirando al cielo con una sonrisa que dejó ver todos sus dientes.
Pero esa sonrisa se desvaneció cuando poco
después apareció un grupo de enanos armados. Estos la miraron con sorpresa, y
ella se irguió, tomando el cuchillo.
—¿Qué haces tú aquí, humana? —preguntó el
más adelantado de los enanos, no muy contento.
—He cazado a este animal —dijo ella, seria—.
¿Sois de Kurun-shur?
—Así es —dijo el mismo—, cazadores de
Kurun-shur. Y tú te has entrometido en nuestra tarea.
—La he cumplido, nada más. Encontré al
jabalí mientras paseaba y lo maté. No me agrada la tarea en la que se me ha
destinado.
—Y a nosotros no nos agrada que hayas cazado
a este animal al que perseguíamos —dijo otro de los enanos—. Es una gran
ofensa.
—¡Nadie da muerte a la presa que un grupo de
cazadores persigue! —dijo el primero, señalando a Vandrine—. Es desmerecer su
labor, es insultarlos. Tendrás que ir ante la justicia del rey.
Vandrine levantó un poco el rostro,
aspirando con fuerza por la nariz. No le agradaba que se dirigieran así a ella,
pero nada podía hacer contra tres enanos. Parecía que no le quedaba otra
alternativa que seguir las leyes del pueblo de las montañas.
Tras regresar del descanso, en el que Rómak
había conversado con Gorin, el humano tomó el martillo que había dejado junto
al yunque sobre el que trabajaba y continuó su labor. Por el momento, le habían
encargado crear unas cuantas planchas metálicas para palas, pero él lo había
tomado con la ambición de progresar hasta llegar a la forja de armas. Con aquel
pensamiento en mente, no se percató de los enanos que se habían situado detrás
de él hasta que oyó sus voces.
—¡Ese es! ¡Ese es mi martillo! —dijo una voz
bastante rugosa.
Rómak se volvió y vio al maestro Barrun y a
otros dos enanos malhumorados. Aunque había muchos más alrededor.
—¿Cómo te atreves a tomar mi martillo,
después de que te permitiera trabajar en otra cosa que no fuera limpiar? —dijo
Barrun, acercándose a Rómak.
—No entiendo qué quiere decir —dijo él,
desconcertado.
Pero cuando miró el martillo que había
estado utilizando, se percató de que era diferente al que había usado antes del
descanso, y comenzó a sentir un mayor desconcierto.
—¡Dámelo ahora mismo! Y luego vete de la
forja —dijo Barrun, extendiendo una mano—. ¡Irás ante nuestras leyes, humano,
pero serás juzgado con mayor dureza que un enano!
—Yo no tomé vuestro martillo —dijo Rómak,
tendiéndole enseguida la herramienta—. Todo este día he estado usando el mismo,
y ahora no sé dónde está. Yo…
—No quiero escuchar nada más —dijo el
maestro Barrun—. ¡Márchate!
—Un momento —dijo otro enano de cabellos y
barba negra, y que era incluso más bajo que los demás—. Yo… creo que alguien
puso vuestro martillo ahí, maestro.
—¿Cómo? Si viste a alguien, di ya quién fue
—le dijo Barrun.
—Igôl. Vi a Igôl caminar desde vuestro lugar
de trabajo hasta este yunque, sí —dijo el enano, y todos buscaron al tal Igôl
con la mirada.
—¡Ja! No me extrañaría que fuese cierto,
poco aprecio le tiene a nuestro huésped —dijo Gorin mientras se acariciaba la
barba.
—¡Maldito sea ese pedrusco de arena! Que
alguien lo encuentre y le haga hablar —dijo otro de los enanos, dándose la
vuelta para buscar a Igôl.
Rómak sintió cierto alivio, pero Barrun no
le dijo nada a pesar de que le dedicó una mirada antes de alejarse. Gorin se
quedó a su lado para tratar de darle ánimos.
Y permaneció con Rómak hasta que Barrun
regresó, con otra expresión en el rostro. Se acercó a ellos mientras varios
martilleos sonaban a su alrededor, aun así, su voz sonó clara.
—Hemos encontrado a Igôl. Había intentado
regresar a su casa, pero los guardias lo vieron. Ha confesado… haber sido él
quien puso ahí el martillo —dijo. Rómak bajó el rostro, aliviado.
Parecía que todo había quedado en un
malentendido.
—Quisiera ofrecer una compensación por
haberte alzado la voz, aprendiz Rómak —dijo Barrun.
—No será necesario que lo hagáis, maestro
—dijo el herrero, aunque por dentro deseaba que le ofreciese algún secreto de
la herrería. En cualquier caso, le habría bastado con nada.
—Insisto —dijo el enano, acercándose un paso
más—. Pues quisiera que conocieses a alguien muy especial.
—¿De quién se trata?
—No lo digo con ligereza —murmuró Barrun,
llevándose una mano a la boca para toser—. Se trata de mi preciada hija, quien
aún no ha sido desposada.
Rómak abrió mucho los ojos con una expresión
de desagrado, aprovechando que Barrum no lo miraba.
Imagen: dreamstime.com
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