Puerta al sur, capítulo 11 - Uno de esos días
A pesar de que la jornada en la fragua había terminado, Rómak aún sentía que no podía relajarse. Entre golpe y golpe de martillo no había dejado de pensar en lo que Barrun le había dicho sobre su hija, y solo había sido capaz de dar con una certeza: no deseaba trabar relación alguna con ella. Había dos simples motivos: tenía interés por Vandrine, y las enanas no le parecían nada hermosas. Ya se había cruzado con más de una durante su estancia en Kurun-shur, y eso que ignoraba a cuántas había confundido con varones. Y no creía que la primogénita del maestro de los herreros fuera a ser una extraña excepción, sobre todo tras las palabras que Gorin le había ofrecido.
El enano caminaba junto a él en aquellos
momentos, y no era ajeno a la expresión de su compañero, aunque le costaba
comprender que no quisiera ganarse la confianza de tan hermosa dama. Pero había
algo que le costaba más, y esto era soportar la amargura en el rostro del humano.
—Cambia ya esa cara, o comenzarán a caerse
los techos —le dijo—. Si tan preocupado estás por el encuentro con Barrunis,
solo tendrías que pensar en cómo rechazarla de manera sutil.
—Pero ni siquiera deseo encontrarme con ella
—dijo Rómak.
—Hazlo, o las consecuencias serán malas.
Pero si al hacerlo resulta que ella no siente ninguna atracción por ti, no
sucederá nada —le dijo Gorin, levantando un dedo—. No te comportes como un
cerdo hambriento sobre su comedero, pero trata de hacer que pierda el interés
en ti.
—Podría hacerlo —dijo el humano, pensativo—.
Pero no la conozco, no sé qué puede desagradarle.
—No los hombres grandes, por cierto —dijo
Gorin, riendo—. Pero no puedes recortar tus piernas para parecer más pequeño. Ah,
aunque sí hay algo que podrías cercenar.
—¿Qué? ¿El qué? —preguntó Rómak, inquieto.
—¡La barba! —dijo Gorin, acariciándose la
suya. Hubo cierto alivio en Rómak, aunque no fue total—. A ninguna enana le
atraería un rostro rasurado. ¡Y no dejes de hablar de herrería! Con un padre
herrero, se cansará enseguida de escucharte. Si ella amara este oficio, la
encontraríamos trabajando en la forja.
—Tienes razón —dijo Rómak—. Sin embargo, no
tengo una hoja adecuada para rasurarme el rostro.
—No te preocupes, te cederé mi cuchilla.
Hace años que no la uso —dijo el enano, riendo.
—Bien, te lo agradezco. Aún quedan varios
días hasta el encuentro, y me gustaría conservar la barba hasta entonces —dijo
Rómak.
—Descuida, y acaríciala cuanto puedas hasta entonces
—dijo Gorin, riendo otra vez.
Le dio una palmada a Rómak y se separó de
él, subiendo unas escaleras que conducían al puente que llevaba a su casa.
El herrero se sumió en la oscuridad de su
hogar hasta que chirrió la puerta, y se irguió de inmediato al distinguir la
silueta de Vandrine recortada en la tenue luz del umbral. La mujer tenía el
rostro muy sombrío y miró a Rómak con pesadumbre antes de decir:
—No dormiré aquí esta noche, lo haré en una
de las celdas.
—¿Por qué? —dijo Rómak—. ¿Qué ha ocurrido?
—Maté al animal que perseguían unos
cazadores. Sin saber que así era —dijo ella—. Dejé atrás un reino sin justicia
para caer en uno de estúpida justicia…
—¡Cuida tu lengua! —bramó un enano desde el
exterior.
—En cualquier caso, me espera un juicio
—dijo Vandrine—. Adiós. —Se dio la vuelta y se marchó.
—Oh, no. Maldita sea —dijo Rómak, bajando la
mirada.
Permaneció clavado en el mismo lugar durante
largo rato, pensativo hasta que sintió dolor en el cuello. Solo entonces se
apresuró a salir de allí.
Corrió sin detenerse un largo trecho, sin
embargo, tuvo que hacerlo en cuanto se cruzó con la severa mirada de un
guardia; nadie corría en los interiores de las ciudades enanas de Arakzigal, a
no ser que aconteciera algo de gran urgencia. Así pues, Rómak tuvo que andar
hasta las celdas, después de preguntar varias veces por su dirección. Los
enanos encerraban a los delincuentes en grandes agujeros abiertos en el suelo,
pues tenían la creencia de que estas personas deshonrosas no debían estar por
encima de ellos en ningún sentido. Los agujeros eran cubiertos con barrotes
metálicos sobre los que cualquiera podía caminar, y una pequeña puerta permitía
que las personas entraran o salieran, aunque solo podía abrirse desde fuera, el
mismo lado en el que se encontraba la escalera necesaria para llegar hasta el suelo
de la jaula.
En una de aquellas celdas encontró Rómak a
Vandrine. La mujer parecía haberse habituado pronto al lugar, pues se hallaba
sentada y de brazos cruzados en una esquina, como si durmiera. Rómak tuvo que
llamarla.
—¿Qué quieres? —le dijo ella.
—¿Cuándo serás juzgada? —preguntó el
herrero.
—En cinco días, por la tarde.
—Haré todo lo posible por que seas liberada
—dijo él.
—No es necesario, ya conozco mi posible
sentencia: ser expulsada del reino. Y me parece bien —dijo ella, calmada.
—¿Te parece bien? Pero entonces… —Rómak
quiso decir tantas cosas, que apretó los dientes.
Parecía que a Vandrine no le importaba su
promesa en absoluto. El herrero se sentía cómodo en Kurun-shur, pero ella
demostraba estar muy dispuesta a regresar a la intemperie.
—Debes trabajar ese día —dijo Vandrine—.
Procuraré que te hagan saber sobre mi marcha, si es que me expulsan de aquí.
—No permitas que te expulsen sin más, aún
podemos hacer que te perdonen —dijo Rómak.
—No quiero su perdón, no por algo tan
absurdo —dijo la mujer—. Primero, me arrojan a una cocina como si mi fuerza no
valiera para nada más, y luego, cuando demuestro que soy capaz de hacer cosas
mejores, me castigan. ¡Por darles comida, además! Ojalá ese jabalí se les
atragante a todos.
—Son sus normas, Vandrine, poco podemos
hacer más que tener paciencia —dijo Rómak, tratando de sonar tranquilo—. Si yo
he logrado avanzar en mi oficio, sin duda tú también podrías hacerlo. Aunque
sea cuestión de tiempo.
—Ya no me interesa ningún oficio que pueda
ofrecerme este país —dijo ella, moviéndose en su sitio—. Vete, y sigue viviendo
con estos enanos si tanto los admiras. No puedo esperar a que llegue el día de
mi destierro.
Rómak se dio la vuelta, llevado por la
irritación que sintió, y se alejó de la celda de Vandrine.
Sin embargo, volvió a visitarla dos días
después, y conversó con ella (o trató de hacerlo) en algunas ocasiones más
hasta que llegó la víspera del juicio, día que también era la víspera de su
cita con Barrunis.
Pero en aquellos instantes, Rómak solo podía
pensar en otra cosa: en la barba que, bajo el frío paso del cuchillo de Gorin,
caía y caía a sus pies. El enano había tomado aquella tarea con diversión, y
estaba tan concentrado como si se encontrara tallando runas en una columna de
piedra.
—Mañana será el día —dijo Rómak para tratar
de distraerse.
—¿Qué? Sí, mañana verás por fin a la hija de
Barrun —dijo Gorin, sin detener su mano.
—No lo digo por eso, sino porque Vandrine
será juzgada.
—Ah, también eso ocurrirá. Justicia se hará
cargo de ella.
Justicia era como llamaban a Akkasta, la enana
que se encargaba de los juicios, y que además era reina de Arakzigal, tal como
ya le había explicado Gorin a Rómak con anterioridad.
—No he podido convencerla para que pida
perdón —dijo Rómak—. Está dispuesta a aceptar el destierro.
—Muy valiente por su parte —dijo Gorin—. Y
ahora, deja de hablar o te cortaré el rostro —añadió, meneando la cuchilla ante
la cara del humano.
Rómak gruñó y dejó las palabras para su
pensamiento, pues parecía que el enano no le ofrecería ninguna ayuda.
La noche pasó rauda y pronto se halló
caminando en soledad hacia el encuentro con la enana, mas no dejaba de pensar
en Vandrine siendo juzgada en aquellos momentos. Anduvo durante varios minutos
hasta llegar a la cantera de Kurun-shur, un espacio gigantesco y de suelo
profundo en el que destellaban centenares de vetas de metal. Ningún enano
trabajaba allí en aquella hora, aunque muchos paseaban entre las rocas o
admiraban los destellos de las gemas aún sin desenterrar del todo. Rómak había
escogido aquel lugar para tratar de incomodar a Barrunis, aunque a su padre, el
maestro Barrun, le había parecido una idea magnífica. El herrero vio que un
enano solitario aguardaba en medio del ancho camino, cerca de la entrada, y
pronto se percató de que se trataba de la mujer, pues vestía claros colores
rojizos bordados de plateado. Se había preparado bien para la ocasión, al
contrario que Rómak, quien vestía sus típicos andrajos.
—Así que tú eres Barrunis —dijo Rómak cuando
estuvo cerca de ella.
—Sí, aquí me tienes, por fin —dijo ella, mirándolo
de arriba abajo—. ¡Qué grande eres!
—Bueno, soy un humano —dijo Rómak, y guardó
silencio pues no pretendía darle conversación.
—Ven, demos un paseo, quiero saber muchas
cosas sobre tu país —dijo la enana.
—Es un reino maldito, no quisiera regresar
allí —dijo él, comenzando a caminar detrás de la enana.
Sin embargo, mencionar Rósevart le hizo
recordar todo lo dejado atrás, y pensó en la huida y en Vandrine, en el odio
que todavía le profesaba al reino. No podía dejarla sola en su cruzada contra
aquellos hombres corrompidos, porque sin duda ella trataría de regresar al
reino del norte.
—… y entonces le dije que no me
impresionaba, que deseaba algo más grande —decía Barrunis, y Rómak frunció el
ceño al percatarse de lo que decía.
—Escucha, lo lamento, pero debo irme —dijo
el herrero, deteniéndose.
—¿Cómo? —dijo la enana, volviéndose hacia él
con la boca abierta de sorpresa.
Rómak evitó mirarla para no fijarse en las
peludas patillas doradas que se rizaban sobre su cara arrugada, y echó a correr
aun en contra de las normas de los enanos. «Debo impedir que Vandrine se quede
sola. Al diablo con las sutilezas», pensó, mientras Barrunis lo llamaba.
Y aunque lo siguió durante algún tiempo, lo
perdió de vista antes de que llegara a la puerta del salón de justicia. Allí
supo que la criminal humana ya había recibido su sentencia, y que había sido
expulsada de Kurun-shur. Apresurado, pero sin atreverse a correr ante los
guardias, Rómak decidió abandonar la ciudad de los enanos.
En el exterior brillaba un Sol atenuado por
unas nubes ligeras. No había rastro de Vandrine cerca, pero Rómak aún tenía
muchos deseos de encontrarla. Corrió libremente hacia el punto más alto que
vio, y miró a su alrededor. No distinguió nada que destacara en un primer
momento, pero, tras un segundo vistazo, observó que había una figura delgada
varias millas más allá, hacia el sur. El herrero se precipitó en esa dirección,
y alcanzó el punto donde había visto a esa persona, avistándola un tanto más
lejos de allí.
—¡Vandrine! —llamó cuando supo que era ella.
La mujer se detuvo y lo miró.
Rómak no demoró ni un instante más en
avanzar hacia ella, y pasó entre muchos peñascos a través de un terreno que
subía y bajaba antes de poder alcanzarla. Ella lo había esperado, y eso fue
suficiente para él.
—¿Qué demonios te has hecho? —le dijo
Vandrine al ver su rostro afeitado.
—Nada que tenga importancia, ya te hablaré
de ello más tarde —dijo él—. No pretenderé que regreses, pero no permitiré que
vayas por ahí sola. —Vandrine emitió un chasquido con la lengua.
—No necesito la compañía de nadie —dijo,
dándose de la vuelta.
Pero no fue un gesto brusco, y los pasos que
siguieron no fueron apresurados. Rómak caminó detrás de ella, y poco después
anduvo a la par. De esta manera, avanzaron durante algunas horas hacia el sur,
hasta que llegaron a lo alto de una loma rocosa que les permitió distinguir un
largo horizonte.
En él avistaron el porqué del nombre de las
Montañas Ardientes, pues tenían ante ellos campos calcinados y recubiertos de
lava reseca. Más allá diferenciaron algunos volcanes entre picos inofensivos, y
entre ellos se movía una masa viviente que avanzaba hacia el norte. Las sombras
de un ejército que avanzaba hacia el reino de los enanos.
—Dije que no pretendía que regresaras a
Kurun-shur —dijo Rómak, observando aquella hueste—. Pero tampoco deseo dejarles
sin aviso.
Vandrine se cruzó de brazos, y suspiró con
los ojos puestos en aquel horizonte.
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