Mi ángel guardián (Sección "Lluvia de piedras")
Para mí el día
de los difuntos nunca había sido una fecha especial. Pero ese año, tras el
fallecimiento de mi abuela, era un momento para honrarla y convertir en
evidencia como me afectaba su ausencia.
Por eso, la
noche de la víspera de difuntos, antes irme a acostar, se me ocurrió poner su
retrato sobre el pollo de la cocina, escoltado por dos velas: una blanca y otra
roja. Como un hilo de trasmisión entre ella y mi corazón constreñido por su
falta. ¡Si pudiera verlo! Ella, que tanto me insistió del peligro de incendio
que suponían las velas y ahora, sin embargo, gracias a éstas había improvisado
ese altar y homenaje…
La noche fue
tranquila, como debieran de ser todas. Si soñé no fue nada que retuviera y,
como descansaba ese día, me levanté sin prisas y sin evocación o inquietud por
el homenaje que llevé a cabo la noche anterior. Lo que sí me sobresaltó y
despertó mi memoria, fue un tenue olor conocido que noté en la casa nada más
salir de la habitación. Hice un esfuerzo por reconocerlo, pero al principio no
pude. Aunque se me hacía tremendamente familiar, no encontraba en mi memoria el
origen. De pronto pensé que era algún perfume conocido, pero no el mío o el de
mi pareja, y en un instante caí: era el olor de la colonia de mi abuela.
Entonces
recordé el santuario que monté la noche anterior y me dirigí hasta él, en la
cocina. Allí estaba, ahora las velas se habían agotado. Pero no había problema,
toda la cera estaba derretida en el plato que estaba debajo. Pero ¡si yo no
había puesto plato debajo…!
Pedro M. González Cánovas
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