La artista fugaz (Lluvia de piedras)
Acabó la
canción y todos los niños aplaudieron muy fuerte, parecía una competición de
aplausos. Estaba muy satisfecha del resultado: era su primera actuación en el
País y, a pesar de compartir idioma, apenas conocía sus costumbres o idiosincrasia.
Delante estaban
los hijos de las autoridades, con sus padres y otros familiares: gente
acomodada. Detrás, decenas de escolares de uniforme y otros niños que
accedieron al recinto para asistir al espectáculo gratuito.
Como siempre,
se aventuró a preguntar al público “¿quién no desayunó esta mañana?” y, la
verdad, le costó ver a un chiquillo de los de atrás que había quedado inerte,
con la mano levantada y la vista clavada en el suelo, justo delante de él. Pero
como las miradas se concentraban en el pequeño y los demás se separaron hasta
dejar un círculo donde quedó solo el infante sincero, al que no acompañaba
nadie, acabó por verlo. Sin dudarlo, como era su costumbre, soltó sin vergüenza
ni piedad un discurso aprendido sobre las ventajas de hacer un desayuno copioso
y variado.
El pequeño
intentó hablar, pero ella siguió con la retahíla hasta darla por terminada. Y
entonces le pidió al chico que se expresara, preparada para prestarle oídos:
-
En mi casa
comemos cuando podemos. Y eso no es todos los días.
Primero se hizo
un silencio que aparentó interminable; y después, se fueron levantando bracitos
de niños y niñas de la parte trasera formando un bosque de delgadas
extremidades proletarias. Suerte fue que se difuminaban en sus ojos, cada vez
más, a partir de la primera lágrima. La animadora infantil, sintió un
escalofrío de profunda pena y culpa que recorrió todo su cuerpo hasta vencerla
y, para no caer allí mismo, abandonó el escenario presurosamente y para siempre
sin despedirse siquiera.
No actuó nunca
más. Decían que padecía “miedo escénico”.
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