Crash.

El perro lame la sangre de mi mano como si en cada lenguetazo el líquido le otorgara minutos extras de éxtasis y vida, el hocico rojofuego, su botón completamente manchado: un perro payaso nutriéndose de la macabrería.
Los vecinos salen a ver que ocurre, otros se asoman desde los balcones por culpa del ruido: intentan taparse los ojos, algunos caen al suelo mareados por el olor a carne viva requemada bajo los tubos de escape incandescentes, a mi lado una mujer chilla con el hueso desquebrajado… Dante se quedó cortó. Los infiernos no son círculos concéntricos: hemos dejado el cielo en su lugar abriéndole paso a Satanás, elevando las llamas hasta las más altas capas de la miseria humana… no existe peor condenación eterna que la cocida a fuego lento en lo más hondo del cerebro, del recuerdo, de la desesperación desbocada devorando cada gramo de felicidad. Mi día a día es un constante infierno: un hijo subnormal con no más de cuatro años incapacitado hasta para contener las babas, mi madre sin potencia suficiente con la que descifrar su propio dolor desde que el viejo se murió, una mujer en ataque constante de histeria reventándole la situación insostenible, carcomiéndose entre ira y pena noche tras noche, impregnando el vaho denso de toda la casa con sus pedazos de alma estallando en llanto mugriento… pero eso no es el verdadero infierno: amo a los tres, hijo, madre, esposa, lo que realmente me deja pariendo clavos por la uretra es la incomprensión, la soberbia de saber que millones de violadores, asesinos, ladrones caminan de a cuatro en cuatro los escalones mientras que toda esta miseria me tocó a mi, una cárcel sin mayores barrotes que la angustia y la total desesperanza… nadie me da una solución y ni tan siquiera pido ayuda, simplemente que me indiquen los medios con los que mejorar un poco el percal que me espera en casa a la vuelta del trabajo, sonriéndome y sosteniendo una copa de coñac, follándose la paciencia de mi mujer, pisando la cabeza de mi hijo, ahogando la alegría de mi madre… pero esta ciudad se halla inundada entre burocracia, altruismo solo durante las campañas y el hambre, el hambre atroz atacando a demasiados por el desempleo, los precios del super, las subidas de la luz… en definitiva, el mundo se encuentra totalmente distraído por la maldita cotidianidad del día a día: despreciamos casi hasta el enorgullecimiento a lo trivial mientras que él se ríe a carcajadas secas dominando del todo nuestras vidas, porque lo más grande, ya sea en rojo o azul, cielo/infierno, húmedo-seco, está regido por lo diminuto y banal: las atómicas imperfecciones de una carretera, decisiones inconscientes sobre coger la carretera antigua en vez de la circunvalación, hacer un giro brusco por las prisas antes que levantar un poco el pie derecho del acelerador y ¡pum! se desata el desastre, nada de mierdas sobre una mariposa batiendo las alas, ni empujar contra miles de tocayas una ficha de dominó… no, es todo más sencillo: al niño le volvieron los broncoespasmos –porque se ve que no teníamos suficiente- y para evitar que ella saliera con la lluvia en una de las pocas noches en que ha conciliado unas pocas horas de sueño, caminé hasta la farmacia de mi propia calle para comprar un inhalador que no estuviese gastado. Cuando llegué, de nuevo encuentro una situación tan trivial que ahora, incluso mientras el perro me lame los dedos enchumbados en vida derramándose, no puedo evitar lanzarle risotadas al Señor: el mancebo había quedado con su novia, así que se negó a subir de nuevo la cancela que acababa de bajar, rehusó quitarle cinco minutos de su tiempo a esa zorra para dármelos a mi, pero de nuevo no me sorprende, porque en este planeta los unos a los otros nos importamos menos que a un gato quien recogerá su mierda del cajón.
Volví a casa –al menos no estaba muy lejos-,tomé las llaves del coche, monté y fui hasta la farmacia de guardia a la que ya jamás llegaré: decidí ir por la vía vieja a la que algún obrero cansado decidió dejar un trozo casi imperceptible sin asfaltar, dar un volantazo porque me equivoqué en la segunda vuelta a la rotonda, otro conductor tuvo la idea de saltarse la línea continua y un desdichado cúmulo de gilipolleces imposibles de detectar ni con microscopio formaron un choque en cadena: cuatro coches, incluyendo el mío, además de un ciclista, aunque es el menos que me importa ¿quién coño sale a montar en bicicleta a esas horas? algún perturbado, así que me consuelo imaginando con que tal vez hemos atropellado a un destripador en serie.
El coche de bomberos acaba de llegar, todos esos hombrecitos que estarían jugando a las cartas, cenando o echando una pequeña siesta nos salvan uno a uno al mismo tiempo que su mente les recreea en el polvo que echarán a sus mujeres cuando lleguen a casa, lo rico de sus bocatas o directamente se anden cagando en nosotros por haberles jodido lo poco que les quedaba para terminar el turno sin incidentes… no les juzgo, son como cualquiera: nadie es santo, nadie es demonio, todos somos humanos, a ninguno nos huele las cagadas a pitiminí.
Yo soy el último, casi mejor, porque me está entrando mucho sueño: puede que si me duermo se pase la agonía que tengo en el codo. El perro sigue sorbiendo la sangre que se desparrama contra la mano… ¿cómo puede dolerme tanto el brazo si el perro lo está lamiendo a dos metros de mi cuerpo?
Néstor José Jaime Santana

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