RELATOS DE VERANO EN SUBURBALIA."EL AMOR DE CLARITA" EDUARDO GARCÍA BENÍTEZ (E. Savinien)
Era
verano del ochenta y tres, creo que fue un buen verano aunque, cuando
eres niño, todos los veranos son buenos. Me encantaban los días
junto al mar. San Felipe era el lugar idóneo donde un enorme
ecosistema de niños inundaba el pueblo.
Todos los días, tirados
en la playa jugando en la arena, las noches en la plaza de la
iglesia, los primeros juegos, las primeras andanzas. El dulce rumor
del mar era como una alegre melodía que acompañaba las horas del
día y de la noche.
El pueblo, en aquel tiempo, era como un enorme
cuento donde se enlazaban muchas historias a la vez y donde,nosotros,
los protagonistas casuales de aquel verano, conformábamos una
realidad casi perfecta.
Es lo que tiene la niñez, que se aferra a
la seguridad de las cosas de manera impulsiva.
Clarita era bella,
se había colado aquel verano en la casa de mi tía abuela Lola, pues
era familiar lejano de mi prima Isabel por parte de padre. Era
delgada y de piel blanca, pelo corto y rubio, poseía una dulzura
especial que se escondía bajo una sonrisa ancha y unos ojos azules
color de mar.
La vi al instante, y nuestras miradas se cruzaron
mansamente y sin prisas. Dicen que las cosas verdaderas son aquellas
que ocurren a primera vista,me atrevo a decir que no existen
otras.
Yo no comprendía, pero mi estómago me dió un vuelco y mi
corazón latía al son de su imagen tan llena de ternura. El caso es
que, desde aquel primer día, iba tras sus pasos o simplemente la
observaba desde lejos.
En casa de mi tía Lola nos encontrábamos
todos mis primos,era como una acampada a gran escala, allí vivíamos
lo que duraba el verano. Nos acostábamos tarde hacinados en rancias
colchonetas con olor a salitre.
Recuerdo quedarme el último a la
hora de dormir para elegir el lugar de la habitación más cerca de
Clarita. Y ella dejaba un hueco, a modo de invitación, por si yo me
colocaba a su lado. En definitiva, esperábamos el uno por el otro en
medio de una conexión natural. Y así todas las noches, hasta que
una de ellas, mientras todos dormían, me fui acercando y ella hizo
lo propio. Muy despacio, se acurrucó encima de mi brazo y apoyó su
frente en mi pecho y su mano en mi ombligo.
Nuestros cuerpos
temblorosos de niños se aferraron fuertemente el uno al otro.
Esta
ceremonia de razones encontradas ocurría todas las noches, y después
de llegar a su lado, yo besaba su frente como conformidad de que todo
miedo se alejara de nosotros.
Me encantaba tenerla, todo era nuevo
y conciliador, era como descubrir un mundo aparte y sensible. Su piel
era ignótica y sus labios sabían a papel mojado.
El mar no se
oía porque era otro ruido el que se imponía ahora, el de dos
corazones latiendo a la vez fuertemente.
Viajaba todas las mañanas
a su cuerpo con la única intención de deshojar su belleza bajo la
luz tenue que entraba por la celosía de la vieja ventana de madera.
El misterio de verla abrir los ojos, era todo un regalo.
El caso
es que, llegó septiembre y había que abandonar San Félipe para
volver a casa, pues el verano tocaba a su fin y el comienzo del curso
estaba cerca.
Todos hacíamos la maleta para irnos y yo me despedí
de Clarita, como si fuera a verla mañana, de manera inusual, quizás
más por vergüenza, que por otra cosa. De todas formas nunca me
gustaron las despedidas.
Bajo esa aparente normalidad, yo sólo
escuchaba como las olas del mar rompían en los acantilados de las
playas haciendo un ruido estridente.
Cuando el SEAT 127 de mi
padre arrancaba para abandonar el pueblo yo sentía que algo había
dejado atrás, un gran vacío se quedaba dentro de mi cuerpo. Era
como un lamento, o un revés truncado en un tiempo que no era el
mío.
Clarita llegó a mi como la brisa de un mar en calma a las
arenas de las playas. Yo sentía plenamente su voz en mis oídos como
un sonido diferente pero, sobre todo, cautivador.
Tal vez en su
belleza yo entendí por primera vez, lo que es el amor y todos esos
maravillosos subterfugios que lo rodean.
Lo cierto es que nunca la
volví a ver, ni jamás supe de ella. Lo que si sé de verdad, es que
ahora, a mis 45 años, cada vez que conduzco hacia el norte, se me
cruza su imagen de niña en la memoria, su cuerpo aferrado al mío y
sus sudorosas manos acercándose a esas primeras ganas. El olor de su
pelo, el devaneo de las primeras caricias y la suavidad de una piel
cargada de presunción.
Y mientras cruzo el puente, siento que
viajo con la mente a un mundo donde todo era distinto y feliz, y
donde un verano era el mejor pretexto para sentir la tierra rodar sin
mover apenas los pies del suelo,al tiempo que acierto a entender que
el primer amor no se va de la memoria jamás pese, a ese incesante
vértigo que llamamos tiempo.
Lindo relato, nos coloca frente a la inmortal emoción de los sentidos adolescentes. Un fuerte abrazo, amigo.
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