RELATOS DE VERANO EN SUBURBALIA. ENTRE LATAS Y CAJAS. MARTINA VILLAR.



En el patio y en la azotea convivían los olores a mar con los aromas de los parterres, macetas y cacharros inundados de geranios, hierbahuerto, orégano, albahaca y cilantro. En cada ciclo el patio, la azotea, la habitación de los tarecos y el camino de la casa se convertían simultáneamente en escenarios de vida y en cómplices mudos. En esa disparidad se lidiaba una lucha dual sostenida en un único cuerpo. Y es que en aquellos espacios -universos espectaculares- le repetía incansablemente a aquella chiquilla que fuese paciente. Hoy reconozco que lo que se me reclamaba, a mí no me competía. Esa tarea no solo implicaba un esfuerzo extraordinario y complicado, sino es que yo no estaba preparada para tales instancias. Y menos para desempeñar el papel de emisaria. ¡Estaba bonita yo pa’ eso! Ustedes me darán la razón cuando conozcan la mía.
Siempre supe que jamás de los jamases daría la talla, por cuanto yo misma era inoperante para tal mandado. No obstante, no desistía y obstinada trataba de apuntalar en la caverna de mi cerebro, como si de un escoplo se tratase, lo que me indicaban que hiciese; convencer a aquella criatura para que aceptase la marcha. Las vacaciones estivales concluían y la guagua esperaba, y aunque se coreaba hasta la saciedad que regresaríamos, que no pasaba nada o que el final era ley de vida, la realidad me sacudía con un fuerte puñetazo en la boca del estómago. Cada verano era irrepetible y ya lo había declarado tiempo atrás nuestro amado Bécquer, mientras yo necesitaba un colchón de agasajos y no una metralleta de reproches.
Si me convencía, en el trayecto recibiría un regalo. Y hasta los regalos cambiaban de motivo. Recuerdo que el primero fue un chupachups. El último, ya con doce años, un diario con su llavecita.
Si por un lado intentaba convencerla, seduciéndola para que templara su carácter, así como que dulcificara sus ademanes, yo misma trataba de encajar dentro de mi cabeza… ¡yo que sé cuántas cosas! En vez de desarrollar un papel infantil se me exigía que imitase a esos cuerdos mayores, a los que en menos de un santiamén estallan como voladores… ¡Cómo asusta tanto estampido y tanta explosión! ¡No, no es fácil!
Entretanto se sucedían los años, el verano entre mañanas azules, entre sobremesas, tardes sofoconas y entre noches de bochorno. Pero cuando la noche era la última, ningún consuelo consolaba. A la mañana siguiente un día menos en la casa vieja de la playa, un día menos de vacaciones, un día menos sin mi árbol. Nunca entendí por qué esa obstinación por regresar a aquella jaula rodeada de otras de cemento en un mundo de plástico guiado por un dictador; nuestros movimientos histriónicos fluctuaban sobre un tictac descompensado.
Cada treinta de agosto abandonaba mi árbol, el columpio y el camino hacia la playa. Cada treinta de agosto abandonaba el empedrado, los patines y la bicicleta, los saltos, las carreras y las trastadas a Periquín, el de los pájaros, y a Antonio, el mago, cuando llenaba la calle de gigantes pompas de jabón. ¡Ay, las risas! Junto con Marichel o Cristina soplábamos en los oídos de Teresa, de Petra o de Carlos. ¡Mi madre, el brinco que pegaban! Y con todo y con ello se me pedía que le dedicase horas y más horas a un arduo trabajo; convencer a aquella niña para que fuese paciente, para que entendiese que de verano a verano existía únicamente una única primavera. Lo de única y únicamente se me quedó grabado. ¡Y es que mediante el mantra de la repetición pensarían convencerme! Sin embargo, no daba señales. La prueba es que una y mil veces, oponiéndose a mis dictámenes y alejándose de mi lado, aquella chiquilla marchaba furiosa y, rezongando, construía toda una retahíla de sartas incomprensibles. No obstante, cuando fui capaz de reinterpretar aquellas exhibiciones marrulleras, entre hipos y lloriqueos, adiviné por qué tanto drama. Y se me rompía el alma. Entonces la entendí. El origen de su contrariedad se hallaba en la tristeza que le produciría nuevamente la caída de las hojas y las tardes cortas y frías que le brindaría el próximo invierno, pese a que aún lucía el sol y no había concluido el caluroso verano. Sobrecogida, en todas las ocasiones siempre le proponía lo que por aquel entonces trataba de llevar a cabo:
- ¡Disfruta de la alegría! ¡No adelantes acontecimientos!- Las mismas frases que conservo, mantengo vivas y repito a diario. Ambas se hallan en mi caja de herramientas. Hasta que no venga lo que haya de venir –si es que viene-, disfrutaré de la vida. Una cosa es buscar el paraguas porque perciba la lluvia y otra muy distinta colocarlo durante el año a pie de puerta. Imaginémonos cuánto de grande habría de ser ese umbral para que guareciese tantos por si acaso. ¡Qué sabe nadie cómo soplarán los siguientes vientos! ¿O si esas corrientes chocarán contra aquella esquina que un día te protegió? Quizás cuando el viento se calme comience una tormenta o cuando ya nada se espere, una ola de calor, auxiliada con la ignorancia o a maledicencia de los seres humanos, incendie los bosques. Quizás, quizás...
Mientras tenga la fortuna de respirar disfrutaré del último minuto que me obsequie cualquiera de las estaciones. Y lo haré lejos o cerca de la vieja casa de la playa, porque esa casa, ese patio, los veranos de sal y tierra, el árbol, el columpio y la niña vivirán no solo dentro de esta lata de galletas.
Pero si hoy tengo magua no es debido a la nostalgia del pasado, sino a otra realidad ajena a mí. Y es que he comprobado que mi hermano arrojó, más allá de los confines del mundo, en un paraje secreto que solo él conoce, su preciada e imprescindible lata de galletas. O quizás fuese una caja de zapatos.


Martina Villar, 15 de junio de 2019

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