Puerta al sur, capítulo 16 (final) - Donde me quedaré






   Cuando por fin Rómak logró darle la espalda a Barrunis se sintió un tanto descortés. Sin embargo, había tenido tanta prisa por alejarse de ella y ocuparse de sus propios asuntos, que no había sido capaz de medir sus palabras. Mientras la enana le hablaba, había pensado en algo, en una medida desesperada para aliviar aquella desazón que el corazón le apretaba. Por ello se dirigía ahora hacia la herrería, alejándose cada vez más de la sombra de la hija de Barrun.  
   Llegó a la fragua en la que trabajaba, aunque apenas había ya actividad. Un guardia vigilaba desde el exterior, pero la puerta estaba abierta y dejaba escapar una tenue luz. Rómak preguntó por el capataz y el guardián tardó unos minutos en aceptar llamarlo. Cuando el enano, uno bastante alto para su raza, salió, tenía la blanca barba manchada de ceniza, y se la ensució aún más cuando sacudió en ella sus manos.
   —¿Qué quieres? —le dijo a Rómak.
   —Disculpe mi osadía, capataz, pero deseo haceros una petición —respondió él, no sin un poco de reparo—. Quisiera que se me permitiera trabajar el material que trajimos por el día. Aquel que fuimos a buscar tras la última erupción.
   —Ni siquiera sabes su nombre, ¿y osas querer poner tus manos sobre él? —dijo el enano, mostrando una expresión fugaz de irritación—. Si solo has venido a decirme esto, ya puedes regresar a tu casa.
   Rómak bajó la cabeza, frustrado
   —Es importante, señor. Debo fabricar un arma poderosa para… alguien —dijo.
   —Continúa trabajando, y quizá llegue el día en el que puedas manipular tan valioso material —le dijo el capataz. Se dio la vuelta y volvió a entrar en la forja.
   Rómak se sintió frustrado y miró al guardia, que seguía allí con la vista puesta en la oscuridad. En su desesperación, el humano le habló.
   —¿No sabrás tú cómo se llama ese material? ¿El que extrajimos de la lava? —le preguntó.
   —No. Yo soy un guardia, no un herrero —dijo el enano, sin mirarlo.  
   El humano maldijo en su pensamiento sin creer demasiado en aquellas palabras, y se alejó de allí poniendo rumbo a su casa.

   Y para aumentar la desazón que había sentido hasta entonces, no encontró allí a Vandrine. La mujer no había regresado aún y eso arrastró a Rómak hasta su propia habitación, donde se dejó caer bajo el peso de la preocupación. «Debo cumplir mi promesa cuanto antes. Solo así se percatará de que hablé en serio aquella vez y dejará de tomarme por alguien que se conforma con un refugio bajo la montaña», pensó, y suspiró con desespero. Se hundió en sus pensamientos hasta que oyó la puerta de la casa y unos pasos. Sin embargo, Vandrine no acudió al dormitorio de Rómak y eso le provocó pesar, aunque el herrero decidió hacer acopio de fuerzas para no ir en busca de la mujer.
   Por tanto, no la vio hasta la mañana. Y mientras desayunaban no fue capaz de preguntarle por el tiempo que había pasado fuera de la casa, pues sabía que hacerlo le desagradaría. Así pues, trató de aparentar toda la tranquilidad posible, hasta que estuvo solo y de camino a la herrería. Anduvo con paso raudo y los puños apretados, decidido a convencer al capataz sobre la propuesta que le había hecho horas atrás. «Primero tendré que averiguar el nombre de ese metal», pensó mientras recordaba a los enanos más amables del taller. A ellos les preguntaría.
   No tardó en encontrar la respuesta: ketiltani. No obstante, de nada le sirvió llevarle el nombre de aquel material al capataz, quien volvió a negarle el permiso mientras martilleaba un escudo de acero. Pero Rómak estaba desesperado y siguió insistiendo, tanto que llamó la atención de sus compañeros, tanto, que al final el capataz cedió.
   —Te concederé permiso para trabajar un trozo de ketiltani —le dijo tras un suspiro—. Pero no sería justo que lo hicieras tan pronto, sin más. Todo herrero enano debe demostrar su destreza con los metales durante muchas jornadas antes de tocar el ketiltani. Pero también hay un lugar desagradable al que deben enfrentarse cuando pasa tanto tiempo: el Pozo de Dumzâg. Así que, si eres capaz de ir allí y regresar, podrás trabajar el ketiltani.
   —¿Y qué debo hacer en ese lugar? —preguntó Rómak, inquieto.
   —Debes encontrar y traer un buen trozo de plaratia, ¡pero cuidado! Pues apenas se diferencia de la plata, y si es eso lo que me traes, entonces no te permitiré ni acercarte al ketiltani —dijo el maestro herrero—. Por eso a Dumzâg van solo herreros expertos, capaces ya de distinguir la plaratia de la plata. El pozo está plagado de ambos materiales. —Rómak tragó saliva.  
   —Está bien, lo haré —dijo después de bajar la mirada por un instante—. Iré ahora mismo.  
   —No sé por qué esa prisa, humano —le dijo el capataz, sorprendido—. Pero no lo harás durante tu jornada de trabajo. ¿Acaso quieres que te eche? Aguarda al domingo si lo deseas.
   Con aquellas palabras, Rómak sintió una desazón que no fue capaz de soportar durante las horas de trabajo que siguieron.

   Por ello, cuando abandonó la fragua, lo hizo con una antorcha, un pico y una cuerda. Llevaba también un saco de tela enrollado dentro de uno de sus bolsillos, y mucha prisa. No obstante, tuvo que caminar largo rato hasta llegar a la entrada del Pozo de Dumzâg, y se vio obligado a preguntar por su ubicación en unas cuantas ocasiones. Aun así, pudo llegar a la fosa, despejada de enanos y oscura en aquella hora, y sintió inquietud.
   Había algunas antorchas alrededor del amplio círculo de oscuridad que era aquel pozo, por lo que pudo aprovecharse de una de las llamas para conseguir luz. No necesitó utilizar la cuerda, pues los enanos que habían trabajado allí durante las horas del día habían dejado varias sogas atadas a fuertes ganchos de hierro. Rómak enganchó la antorcha en su cinturón y se agarró con ambas manos a una de aquellas cuerdas para descender hacia las profundidades del pozo.
   El descenso fue largo pero no muy dificultoso, pues el herrero dispuso de varios salientes para descansar cuando lo deseaba. Cuando alcanzó el fondo del pozo, se sacudió las manos y miró alrededor, donde todo era oscuridad. Los enanos no habían dejado ninguna luz, aunque la de su antorcha aún resplandecía, calentándole la espalda. La alzó y comenzó a buscar.
   Era cierto que la plaratia se parecía a la plata, si era que existía. Rómak solo era capaz de encontrar plata en pequeñas vetas, aunque también las había de hierro. Anduvo mucho rato en la oscuridad, acercándose a cada destello metálico que encontraba; estos siempre aumentaban su frustración, pues no sabía distinguirlos. Después de lo que le parecieron largas horas, tomó una decisión. «Extraeré un poco de mineral de cada veta. Alguno será plaratia», pensó, echándole un vistazo a la antorcha con preocupación. Gruñó antes de encajarla entre unas rocas cercanas y ponerse a picar en la veta que había al lado. El sonido del metal que chocaba con la piedra y el mineral resonó en la oscuridad del pozo; aun así, Rómak fue capaz de distinguir otro ruido. Detuvo sus trabajos para escuchar con atención, y cuando se dio la vuelta para observar las sombras que lo rodeaban, descubrió un pálido punto de luz que se acercaba. Aquello no era una antorcha, y el ruido, que era de pasos que se arrastraban, provenía de allí. El herrero alzó el pico, su única defensa ante cualquier amenaza. «¿Qué puede ser? Nadie me dijo que hubiera criaturas en este lugar. Es imposible… los enanos vienen aquí a trabajar», pensó, echando un vistazo al suelo, donde había un cubo y una pala que alguien había dejado.
   Pero su atención estuvo pronto solo sobre el ser que se acercaba. No era una persona, Rómak pronto lo supo. Los gruñidos que provenían de aquella áspera voz, y la altura inusual que adquirió la luz, se lo confirmaron. Pronto, la figura entró en el círculo luminoso que proyectaba la antorcha, aunque la negrura del alargado cuerpo no desveló más detalles aparte del terror. Rómak levantó el pico, tembloroso, y trató de pensar en lo que había ido a hacer, en cuál era su objetivo. Sin embargo, la criatura no le iba a permitir meditar mucho tiempo.
   Se arrojó sobre él con un bufido y con la cabeza por delante, como una serpiente. Rómak pudo echarse a un lado con dificultad, mas no fue capaz de golpear con el pico. La luz de la antorcha tembló a causa del aire removido por aquellos movimientos, y el humano decidió alejar a su enemigo del fuego (aunque, si lo hacía, estaría en la total oscuridad). No obstante, no fue capaz de pensar con claridad en aquellos momentos, y se alejó, atrayendo a aquel rápido ser que volvió a lanzarse sobre él. En esa ocasión, Rómak cayó hacia atrás y la bestia se le echó encima, babeando sobre su cara con un fétido olor. El herrero luchó por evitar la extensa boca sin soltar el pico, sin ser capaz de golpear. Aquella criatura parecía pesar tanto como una columna de piedra, y tenía dos patas o brazos duros y de garras afiladas que pronto Rómak descubrió, cuando unos dedos largos se aferraron a sus axilas y comenzaron a provocarle dolor.
   El humano comenzó a quedarse sin aire, llenándose en cambio de desesperación. No había esperado aquel ataque pues solo había pensado en encontrar la plaratia. «Insensato, insensato», pensó, acordándose también de Vandrine. Apretó los músculos en un último esfuerzo por deshacerse de aquella criatura, pero fue inútil y esta pronto regresó a su posición inicial, acercando cada vez más los dientes a Rómak. Él gritó en un intento de sacar aún más fuerzas de su interior al mismo tiempo que las garras de la bestia recorrían la carne de su costado, sus hombros y brazos. El dolor lo inundó, pero de pronto la criatura cedió y todo el peso que oprimía a Rómak se retiró hacia un lado.
   No obstante, las fuerzas lo abandonaron y no pudo saber qué había más allá de la oscuridad que se cernía sobre él de manera irremisible.

   En algún momento, esa oscuridad se hizo más tenue. Dolía verla, mas solo era así porque tenía los ojos cansados; porque estaba vivo. Rómak se sintió desorientado al distinguir un techo bajo, y cuando movió la cabeza para intentar ver lo que había alrededor, distinguió una sombra a su lado. Se sintió inquieto, pero tan debilitado que no pudo reaccionar.
   —Al fin despiertas —dijo una voz femenina, pero no tan suave como le habría gustado—. ¡Ay! ¡Qué heridas te provocaron! No sé cómo se te ocurrió ir a un lugar como aquel en esas horas.  
   —¿Qué… pasó? —preguntó Rómak, evitando preguntar por la identidad de aquella persona.
   —Que estuviste a punto de morir. Te había seguido, lo confieso —dijo la mujer—. Y gracias a los Creadores que fue así, pues te salvé de aquella criatura. Hay seres que en las noches se arrastran por las profundidades de nuestros pozos. Son muy peligrosos; no debiste haber ido en la noche. Pero conseguí lo que querías.
   —¿El qué?
   —La plaratia. Me lo pediste antes de perder el conocimiento, ¿no lo recuerdas?
   —Más o menos… —dijo Rómak después de hacer memoria, y se sintió un tanto satisfecho. Hasta que supo quién le estaba hablando: Barrunis. Entonces estuvo a punto de incorporarse de un salto, pero su debilidad lo retuvo—. ¿Dónde estoy?
   —En tu casa. Unos guardias me ayudaron a traerte cuando te saqué del pozo.
   —Ya veo. Gracias —dijo Rómak por cortesía, pues no quería agradecerle nada a Barrunis. Ella rio complacida.

   Desde aquel mismo día, Rómak comenzó a recuperarse de las heridas que había recibido. Vandrine lo visitó pronto y mostró preocupación por su estado, pero él no le reveló los motivos por los que había ido al pozo. Lo que sí hizo fue pedirle a Barrunis que llevara la plaratia a la herrería, y que le pidiera al capataz, en su nombre, permiso para trabajar el ketiltani. La enana cumplió aquella petición, y Rómak pudo aprovechar para librarse de su compañía durante unos instantes.  
   Barrunis regresó pronto con buenas nuevas para él, e incluso el capataz lo visitó después de la jornada de trabajo. Y, aunque lo llamó necio, le confirmó que había reservado un buen trozo del valioso mineral para él. A partir de entonces, Rómak se concentró en sanar sus heridas.

   Dos días después, fue capaz de regresar a la forja. Durante aquellos dos días apenas había salido de la habitación, y había visto a Vandrine mucho menos de lo que habría deseado. Pero no quería que le importara, quería centrarse en forjar un arma para ella y así cumplir su promesa. A ello dedicó todos sus esfuerzos.
   Y durante los días que siguieron, puso todos sus sentidos en la forja de un martillo y en mantenerse cerca de Vandrine a pesar de sus distintos trabajos. A ella no le reveló nada de lo que estaba haciendo en la fragua, aunque ella también se mostraba reservada en cuanto a sus paseos en los ratos de libertad. Esto preocupaba a Rómak al mismo tiempo que volvía más fuertes sus golpes sobre el metal candente. El ketiltani era difícil de trabajar, y necesitó muchos consejos para no echar a perder el material y completar con éxito la creación de su gran obra.  
   Cuando al fin tuvo la maza en sus manos se sintió satisfecho, pero también inquieto. Aquella arma podría sin duda resistir los envites de Quiebracielos o de cualquier otra; ayudaría a Vandrine en su cometido. O eso era lo que Rómak quería pensar.
   —Nada mal, pero un tanto endeble —le dijo el capataz desde su espalda. Rómak se volvió a mirarlo—. Es una pena que hayas utilizado el ketiltani para eso, pero soy un hombre de palabra.
   —¿Quieres decir que esta maza podría ser quebrada por otra arma? —preguntó Rómak, desesperado.
   —Sin duda. No sería fácil, pero tampoco nada imposible —le respondió el enano.
   «He sido un ingenuo», pensó Rómak abatido, mientras el capataz se alejaba hacia sus quehaceres. Desalentado, dejó la maza a un lado con la sensación de que no le serviría de nada, de que ya no había nada que pudiera hacer.

   Regresó con paso lento a la casa, encontrando la puerta media abierta. Se apresuró a abrirla del todo y encontró a Vandrine en el recibidor, agachada sobre un gran saco.
   —Rómak —dijo ella, mirándolo mientras se erguía—, te esperaba para decirte adiós. Me marcho.
   —¿Qué? ¿A dónde? —preguntó, sin ocultar su sorpresa.
   —A vivir con Burdan —dijo—. No estaré lejos, por lo que sin duda nos encontraremos en muchas ocasiones. Has sido un gran compañero, Rómak.
   —Pero… —murmuró, pues no sabía qué decir para retenerla. Vandrine había hablado con demasiada naturalidad.
   —No lamentarás tener una casa para ti solo —dijo ella, sonriendo. Se agachó para tomar su saco y se acercó él—. Seguiremos siendo vecinos… al menos por un tiempo.
   Le ofreció una mano como saludo y Rómak la estrechó, pero no tuvo entereza para más que murmurar un adiós. Ni siquiera se dio la vuelta para ver a Vandrine salir de la casa. En lugar de ello, se arrastró hasta su habitación después de oír que la puerta se cerraba. Entonces, sentado sobre su colchón, sintió el gran peso del vacío que aquello le provocaba. Hundió el rostro entre las manos. «Se ha ido. Se ha ido con él», pensó, saboreando la amargura. «Maldito Burdan. Lo eligió a él. Nunca le interesó mi promesa. ¿Por qué? Nunca… nunca debí relacionar mi meta con otra persona. Ahora siento que todo ha sido en vano, pues ella se ha ido. ¡Maldición! ¡He sido un necio!». Golpeó el colchón con un puño cargado de frustración y luego se tumbó de lado. Lloró por primera vez en muchísimos años.

   Ignoraba que aquel dolor se haría mucho mayor, pues Vandrine abandonaría pronto Ugnurmazal en compañía de Burdan. Iría de vuelta a Rósevart, en busca quizá de venganza. Mas Rómak no la seguiría, pues la marcha del kulvarllum dejaría vacío el puesto de chambelán y los señores de Braur-nashar tendrían a Rómak en muy alta estima después de sus hazañas. Allí, viviendo cerca del palacio de Tarzerak y con la mejor de las fraguas a su disposición, Rómak olvidaría. Olvidaría su dolor y el hogar tan lejano ya, olvidaría aquella promesa y el deseo de regresar, de volver a encontrarse con ella. Bajo la montaña, hallaría un nuevo lugar al que llamar hogar. 

Imagen: https://jbconcept.deviantart.com/art/Fantasy-Mountain-rendering-208652695

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