Su alma se arrugó sin que el vestido mostrase miedo alguno. Su interior
tembló víctima de incesantes escalofríos. Mientras, por fuera -inevitablemente-
pintaba cálida tranquilidad con el
reflejo luminoso del Sol. Dentro del tallo se agitó, sin remedio, el ritmo de
la savia en todo su recorrido; y todo, por sentir la mirada fija de aquel inmaduro
enloquecido que amenazaba con destriparla hoja por hoja, por no sé qué “justificada”
cruel costumbre o superstición.
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