CLEO: (3ª pieza: Inmadurez interminable)
Episodio 5: Calenturas
La adolescencia
se fue rápida, pasando como una estrella fugaz por su vida. Cuando se miraba al
espejo veía que su cuerpo había mejorado notablemente y que las facciones de su
cara ganaban, aun conservando tanta inocencia.
A sus 20 años,
la virginidad era un oscuro secreto que lamentaba haber compartido con sus
amigas más íntimas. Había comprobado y sabía bien, que las fechas de los
exámenes importantes era mejor que nos las supiese nadie. Así no se veía
obligada a soportar presión externa y constantes preguntas que sólo conseguían
estresarla más. Con el sexo pasaba igual. Cada vez que algún chico la rondaba,
por mucho que le gustara, lo rechazaba antes de empezar. Temerosa, llena de
pánico, imaginando hasta burlas cuando supiera de su inexperiencia y castidad.
Aquella noche
habían quedado un reducido grupo de amigas y amigos. Alguno de ellos sin
pareja, como ella, que sería una joyita entre las mujeres presentes. Sólo
Tamara y ella iban sin pareja, pero su cuidado aspecto y su lúcido cuerpito
marcaban una notable diferencia con Tami, siempre tan despreocupada de su
aspecto.
Se dio un
margen de tiempo para preparar sus mejores galas. Todos irían de punta en
blanco, como corresponde en esos encuentros navideños. No vendrían a recogerla
en limusina, pero si en el Mercedes de lujo del padre de Benito: el novio de
Laura, una de sus mejores amigas.
Un par de horas
antes se metió en la ducha. Con toda la calma del mundo. Se lavó el pelo y puso
protector capilar en su larga melena rubia; recortó al máximo el vello de la
entrepierna; embadurnó cada rincón de su cuerpo de aceite hidratante,
entreteniéndose a jugar con sus pechos y toda aquella intimidad al final de sus
torneadas piernas. Ahondó, permitiendo que se perdiera en ella poco más de la
primera falange de su dedo corazón, notando la trilladura del esfínter que
guardaba aquella cálida y húmeda caverna. Eso la llevó a acabar con un largo
masaje clitoriano, mientras se acariciaba desde el cuello a los tobillos.
Estaba justificado, porque esa noche no quería aparentar delante de nadie ser
presa de necesidades fisiológicas urgentes. Lo que no esperaba fue la rápida
irrupción en el cuarto de baño de su hermano menor, que tampoco era ya ningún
crio.
Por supuesto,
eso dio pie a una de las clásicas trifulcas con el chico, pero como ventaja
estaba el hecho de que su urgencia por evacuar era por salir a la calle, «que
lo estaban esperando». De forma que ahora se quedaba sola en casa y así se
vestiría más a gusto.
La ducha fue
reconfortante. En un instante estaba delante del cómplice espejo de su
habitación, regocijándose con cada prenda, girándose y admirando cada detalle
de su cuerpo, como acostumbraba cada vez que iba con tiempo.
Sobre el tanga
negro se puso unos pantis del mismo color que realzaban la silueta de las
piernas. Se calzó los tacones negros con piedras blancas, imitando perlas, y
siguió mirándose. De lado, por detrás, de frente… Un top negro, con escote de
palabra de honor, se ajustó a su torso destacando un poco más sus firmes
pechos. Una nueva mirada lateral y una prueba de ajuste manual que, en
realidad, era innecesaria. Al final se enfundó en aquella minúscula faldita
blanca, cuyos volados eran como si ampliaran más sus caderas e, inmediatamente,
se probó la abrigadita chaqueta torera de plumas, blanca y negra, para
comprobar que dejaba lucir en su totalidad la falda. Se la volvió a quitar y
pasó a la sesión de maquillaje.
Ese diciembre
era de los más fríos que se recordaba, había nevado mucho en la ciudad y,
aunque las máquinas quitanieves habían hecho su trabajo, se formó hielo que
creaba formas fantasmagóricas por todos lados, lo que bajó más las
temperaturas. Menos mal que la fiesta era en casa de Laura, donde además de
calefacción tenían aquella espléndida chimenea.
Cleo salió a
tiempo de casa. Benito la iba a recoger en la esquina del parque que estaba
enfrente. Enseguida notó que no llevaba suficiente abrigo para aquel tiempo, a
pesar de la pashmina y los guantes. Con el pequeño bolso cogido con las dos
manos, buscó el abrigo de la metálica marquesina de la parada de guaguas. La
calle estaba vacía pero bien iluminada, cuando, sin pensarlo, tomó asiento en
el congelado banco de hierro de la parada. ¡Estaba frío como el hielo! Aunque
la primera intención fue saltar como un resorte, pensó que era mejor quedarse e
ir adaptando el asiento y su persona a la temperatura ambiente. Pero en
realidad el frío la invadió produciéndole escalofríos. Pareció una eternidad el
tiempo transcurrido hasta que se aproximó un coche picando luces. Cleopatra se
levantó, con la sensación de que sus partes se habían soldado con hielo al
hierro. Sólo entonces confirmó que se trataba del Mercedes de Benito, por fin.
Paró a su lado y el conductor le hizo un gesto, indicándole que subiera delante.
Benito venía solo. Como le contaría después, Tamara ya estaba en casa de Laura.
Con sólo abrir la puerta del coche, una bocanada de aire caliente reconfortó su
cuerpo. El chico llevaba el coche totalmente cerrado y la calefacción bastante
alta. Cuando Cleopatra se posó sobre el asiento del acompañante del Mercedes
notó inmediatamente un calor que, en principio, parecía quemarla. Es más, no
tardó en notar como ese calor la invadía. Seguramente, el cambio radical de
temperatura era lo que ahora estaba produciéndole sentir algo superior al
alivio, que la dejaba por momentos sin respiración. Tenía la sensación de haber
sumergido su sexo en agua hirviendo. Casi quemaba. Parecía que el calor subía por su torso hasta
sus pechos, su cuello, sus oídos, sus mejillas… Le hacía entornar y hasta
cerrar los ojos alargando sus respiraciones, como si le faltara el aire,
notando que irremediablemente empezaba a orgasmear. Sus manos, aun enguantadas,
presionaban aquel pequeño bolso sobre el Monte de Venus. Pero tuvo que rendirse
a un efecto inesperado que, poco a poco, parecía traer un orgasmo tras otro, de
igual forma que parecía que se iba a acabar sin que llegara a ser así.
Benito le
hablaba y ella apenas podía seguir la conversación. Sus respuestas eran cortas,
huidizas, con miedo de que sonaran como suspiros de pasión. Se mordía los
labios, mal disimulando lo agitado de su respiración. No podía evitar mirar el
paquete que se marcaba en el pantalón del conductor. Observar sus manos y
aquellos fuertes dedos, imaginando que la penetraban torpemente. Cleo noto tan
mojada su entrepierna que llegó a dudar si menstruaba y temió mojar el sillón
ardiente del Mercedes. Se bajó apresurada del coche, alegando tener urgencia
por ir al servicio. Lo mismo que verbalizó al entrar en la casa. Ya estaban
todos: Benito; Tamara, más hippie que nunca; Laura, convertida en la anfitriona
perfecta; Carlos, aquel chico rechoncho de gestos afeminados; y Tony, el
atractivo joven cuya entrepierna siempre secuestró sus ojos, por parecer a
punto de reventar pantalones.
Subió al baño
del primer piso y se lo tomó con calma. En efecto, los pantis estaban
encharcados. Optó por quitárselos, doblarlos y meterlos en el bolsito. Si bien
no le preocupó dejar sus blancas piernas descubiertas, no le hacía gracia
quedarse sólo con el pequeño tanga negro, destacando entre el blanco de su
faldita. Pero no había otra solución. Bajó lenta las escaleras, como si hiciera
un pase de modelo, hasta llegar al sillón. Se cruzó de piernas, consciente de
que el mullido asiento dejaba sus rodillas muy altas y entonces se dio cuenta.
− ¿Dónde están
Carlos y Tony?
− Ahora vienen.
Carlos fue a enseñarle la casa. −dijo Laura, con un toque de ironía que Cleo no
entendió.
Cuando
aparecieron los chicos venían con un libro en la mano: una Selección de microrrelatos eróticos. Con la intención de calentar
un poco más el ambiente, Tony proponía leer uno al azahar cada persona y a
todos les pareció interesante. Empezó el valiente Carlos, con un relato que
dijo titularse Desayunar con la prima.
Decía así:
El ruido lo despertó. La imaginó,
con su camisón sugerente, tan corto que destacaba esas provocativas curvas. Con
su olor a mañana y tan servicial como cada día.
Él, caliente y desnudo en la cama,
quiso pensar que el resultado de su erección era por algún sueño que había
tenido, donde ella era protagonista. Cuando no estaba, oler cualquiera de sus
prendas hacía que su corazón se desbocara. Era totalmente consciente de que
cada día estaba más enamorado.
Recordó cuando amanecía en su cama.
Cuando ambos se daban calor sin tapujos en la inocencia de la más tierna
infancia. Y cómo la rechazó, sin que se ofendiera, cuando su revolución
hormonal pasaba a lo físico. No se sintió ofendida, aunque él -ahora-
consideraba que tenía derecho a ello. Temía que supiera de sus sentimientos.
Cuando aquello, aún vivían sus
padres y ella no se había operado: aún era un chico.
Rieron
juntos tras el sorpresivo final y apenas pudieron comentarlo. Porque Tony se
lanzó a leer el suyo. Abrió el libro por la mitad y dijo El rincón nudista. Leyó lentamente.
Las
manos saltaban de poro en poro recorriendo cada curva, sin evitar que los dedos
buscaran lo más profundo de cada canal, de cada protuberancia. Sus jadeos
empezaban a hacerse notables sin remedio y los latidos de sus pulsaciones
parecían sonar en público.
Su desnudez se había empapado de calor y las
caricias le llevaban a un país de fantasía. Nada comparado con lo que encontró
cuando miró por el rabillo del ojo y vio a la pescadora que estaba en las rocas,
junto a él, con la mano derecha metida muy adentro, en el centro del pantalón.
Mirando descaradamente, de la misma forma que hizo antes de que él se quitara
el bañador.
Las chicas de los pezones resaltados, se
encontraban en la orilla y sus risas le llevaron de nuevo al borde del éxtasis.
Estaba claro: tenía que dejar de tomar
aquellas pastillas.
De nuevo
estruendosas risas y comentarios. «¿Qué pastillas? ¿Alucinaba el tío o era
Viagra?». Encantados con el divertimento, Tami arrancó el libro de las manos de
Tony: Ducha matinal,
dijo y leyó muy despacio.
Desnudo, dejé que el agua se calentase. Oía
las risas fuera y después cerrarse la puerta de la calle. Para entonces ya
Intentaba aliviarme solo, bajo la cálida ducha, cuando oí a alguien golpear la
puerta y entrar. Dijo que mi hermana había salido a buscar bollería para
desayunar.
Su voz sonaba dulce, graciosa y pícara. Yo,
consciente de la transparente mampara, me giré hacía la pared sin poder
refrenarme. Ardía bajo el agua caliente. Por fin me viré hacia la entrada y
suspiré larga y sonoramente con los ojos cerrados, viéndola como si no hubiese
salido cuando llegó mi hermana.
Ese día desayuné en la calle, quizás para
esconder así mejor mi vergüenza de lo que lo hizo el vaho, de aquella ducha tan
tan caliente.
«¡Wau!» De
nuevo el jolgorio generalizado. Cleopatra veía aproximarse su turno y empezaba
a ponerse nerviosa. Pero la ronda fue interrumpida oportunamente por Benito,
que propuso dejar aquello y poner un poco de música bailable. La propuesta se
hizo inmediatamente con la unanimidad.
Pasaron una
noche completa, divertida, bañada en copas y sudorosos bailes. Cleo fue
consciente de las miradas furtivas de Benito y Tony. Se sentía exitosa. Por
eso, cuando Tony se ofreció a llevarla a casa lo interpretó como la victoria
total. Pero, mientras se ponía el abrigo y Tony se despedía del resto, Tamara
se le acercó para susurrarle discretamente, «Carlos se muere de celos» cerrando
el comentario con una risita pícara. Cleopatra se quedó dándole vueltas al comentario,
sin terminar de entenderlo. Pero creyó que la volvía a elogiar de alguna
manera.
En estado de
reflexión posó despacio sus nalgas en el asiento del coche de Tony; fingiendo
frivolidad, pero acordándose del viaje húmedo con Benito. Ahora, más metida en
su papel, tenía a la vista el paquete apretado de Tony que parecía dirigirse
hacia ella en las curvas o que era ella la que iba hacia él, según la dirección
que tomara el coche. De repente, la sonrisa se le cortó cuando recordó la
imagen de pareja que daban Carlos y Tony juntos: cuando bajaron las escaleras
de la casa de Laura, después de tan larga ausencia… Pero las miradas que el
conductor echaba hacia el final de sus muslos, el roce que sentía en las nalgas
y el crecimiento aparente del atractivo bulto de Tony, le hicieron pasar por
alto su posible condición homosexual. «En todo caso parecía más bisex»,
pensaba.
Por fin
llegaron. El coche paró junto a su casa. Él se giró hacia ella y se pusieron a
recordar episodios de esa noche. Le gustaba como la miraba, se podía
interpretar como otra señal de triunfo. Cuando se fue a despedir, con un beso
en la mejilla o dos, él le llevó una mano al cuello, mientras deslizó la otra
hábilmente entre sus muslos, llegando a rozar sus bragas. Incluso noto su
aliento en la boca, o quizás sus labios en los suyos. Lo cierto es que, si no
es por su rápida reacción de rechazo, no se sabe dónde podría haber llegado
aquello. Al quitarle la mano de su entrepierna le pareció encontrar
resistencia, por lo que antes de lanzarle aquella mirada asesina espetó: «¡Tony…!».
Salió del coche
apresuradamente, sin más despedida. Con gesto de enfado y con toda la intención
de hacer sentir mal al chico. Al cerrar la puerta le pareció oír «estrecha,
calentona…», pero no se paró a comprobar si aquello había sido así. En su
cabeza una sola idea había secuestrado cualquier otra posibilidad de reflexión:
«Todos los hombres son unos salidos: sexo, sexo, sexo. No piensan en otra
cosa…», pero antes de poder conciliar el sueño volvía a tener otra idea del
sexo opuesto y era capaz de recordar a Tony con aquella especie de cariño.
Episodio 6: La sesión
Jon era un fotógrafo aficionado que centraba su
arte en paisajes y elementos de exterior. Nunca se consideró un retratista, ni tampoco
contemplaba la remota posibilidad de dedicarse a eventos: lo de fotografiar
personas no estaba en sus planes, por lo que su mayor afición fue tomada como
un hobby y no la mantenía para ganar dinero.
Sin embargo, promocionaba su trabajo y sí es
verdad que llegó a vender fotos para empresas publicitarias. Aquello exaltaba
su valía; y, cuando se hacía pública la noticia, toda persona de su entorno lo
animaba a dedicarse profesionalmente. Él, sin embargo, se contentaba con el
reconocimiento ajeno y que se llenaran de like aquellas publicaciones.
Cleo, la prima de Jon, siempre quiso ser modelo
profesional. Pero acabó estudiando periodismo y se lo tomaba muy serio. Ambos
tenían una relación muy cordial y un lazo excelente, dentro del entorno
familiar, que muchos achacaban a una diferencia de edad de no tan notable.
Por aquel entonces, Cleo era de las chicas que
conseguía cientos o miles de seguidores en sus redes sociales sin dificultad.
Sus fotos plagaban sus redes mucho más allá de los perfiles, y ̶ por supuesto ̶ entre sus seguidores siempre estaba Jon,
atento a cada nueva publicación.
Fue ella la que al final convirtió el sueño del
chico en realidad, cuando le pidió una sesión fotográfica en estudio. Él
esgrimió su política fotográfica, le explicó que no retrataba personas, que no
era un profesional y otras mil aclaraciones más que a Cleo le parecieron
argumentos llenos de humildad. Pero al final, el sueño de Jon de tener a su
primita delante, en paños menores, moviéndose como una gata, parecía que podía
hacerse realidad y cedió al deseo. Así que quedaron aquel cuatro de enero en el
estudio de Jon.
El chico quedó deslumbrado con Cleo nada más
abrir la puerta: era como si su mayor secreto erótico se develara con esa
sonrisa que no podía quitar de su cara ni disimular. Hasta que se acomodaron y
ella le contó que aquello y todo el postureo de sus redes sociales era una
especie de terapia. Lo hacía porque tenía «una autoestima de mierda» y
necesitaba muestras de admiración. A Jon se le escaparon algunos piropos
salidos de tono, pero acabó controlándose y se pusieron manos a la obra.
Fue un juego espectacular, lleno de detalles
que se graban para siempre en la memoria. Ella se convirtió en felino, en mujer
fatal, en golfa dominante, en sumisa dominada; y él en el espectador perfecto
al que no se le escapaba detalle. Se les hizo de noche y ambos sudaban cuando
decidieron parar. Jon admitió estar sorprendido con lo que creía haber captado,
con los posibles resultados de un trabajo que, en ese momento, dijo: «creí que no
iba a hacer con gusto». Así que se despidieron; hasta que Jon pasara las fotos
por las correspondientes correcciones y seleccionara las mejores, lo que
«tardaría unos días». Ella le insistió en que fuera lo menos posible, ansiosa
por verse y utilizar aquel material.
El fin de semana después de Reyes volvía a
tocar a la puerta de Jon: la llamó y le dijo «tengo tu regalo de Reyes. Tienes
que venir; lo mejor está en papel y un pendrive con fotos maravillosas». Ella
no lo dudó y se fue a buscar el material. Durante la visita hablaron de la
familia. Ella se quejó de la inmadurez de sus amigos: él de no ser fácil
encontrar una buena pareja… Y cuando todo transcurría con tanta normalidad, Cleo
se dio cuenta de que sobre la mesilla de noche de su primo había un álbum
fotográfico abierto y pudo ver que contenía imágenes de aquella sesión. No
comentó nada, se puso roja y pensó que se le iba a notar, así que aceleró la
visita, cogió el material de manos de su primo y se despidió con el compromiso
de comentar sobre los resultados.
Eran más de cien fotos. Todas estaban
increíbles; no cabía duda de que Jon había hecho muy bien su trabajo, pero ella
tenía todo el protagonismo y estaba perfecta. Cleo las repasó varias veces
antes de empezar a chatear con Jon. Ambos estaban muy satisfechos y su
conversación era acelerada: él se centraba en cuestiones técnicas y ella se
mostraba continuamente agradecida. Al final, Jon empezó a elogiar a la modelo
cada vez más y Cleo notó que se excitaba, así que cortó la conversación con
delicadeza y se puso a seleccionar una docena de fotos que subió de golpe a
Instagram. Inmediatamente surtieron el efecto esperado y se llenaron de
comentarios y like. Volvió a chatear con Jon para contárselo, pero él ya
lo sabía, no solo por ser su fiel seguidor sino porque esa vez también
observaba el efecto externo de su obra. Fue entonces cuando el chico le dijo
«Hay una foto con el bañador rojo, agachada de espaldas, que me vuelve loco».
Ella preguntó: «¿Cuál?». «Las demás son fantásticas, pero esta…», escribió él
sin contestar.
̶ Tienes mi permiso para usarla. ̶
Dijo, Cleo. ̶ Él envió un corazón grande primero, y después
unos besos.
̶ Si te
apetece. ̶ Aclaró la chica. ̶ Jon
respondió sin pensarlo:
̶ Sí que
apetece.
̶ Hazle
los retoques que quieras y me etiquetas. ̶
Insistió, Cleo, ilusionada; pero eso pareció causar un imprevisto
silencio.
Dos horas después, Jon escribió: «Cuando
volvamos a estar un ratito a solas, me lo recuerdas, a ver si soy capaz de
contarte una anécdota sobre nuestra conversación anterior. Pero ahora no», y
remató con una imagen sonriente. En efecto, Jon se acariciaba, recostado,
chateando con su prima e imaginando que estaban en la misma honda, hasta que la
chica habló de los retoques fotográficos. Por un momento pasó una vergüenza
inmensa.
Ella,
cuando vio el mensaje de su primo y fue capaz de hilarlo todo, se vistió
apresuradamente y se plantó en la casa de Jon sin aviso previo; y, desde que se
abrió la puerta y se miraron quedó todo dicho. Así fue como Cleo entregó su
virginidad a tamaño admirador de confianza, con toda la intencionalidad y
alevosía de quién se sabe irresistible para su víctima.
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