CLEO (2ª Pieza: La distancia rota)




Episodio 2: Cleo

Tenían que ser dos amantes de la cultura egipcia antigua para bautizar a su hija con el nombre de Cleopatra. Con el paso del tiempo vieron que habían acertado con Cleo. No en vano, una joven tan bien formada, ya resultaba tan atractiva o más que otras mujeres desde muy joven. La madre temía por ella, y despertó todas las alarmas en un padre que también era consciente de que la realidad social ponía en peligro la inmadurez e inocencia que «Cleo» se esforzaba por aparentar en casa.
Tal vez, su subconsciente les hacía sospechar que no había ya tanta inocencia en aquella jovencita tan desarrollada en todas las formas y que les sorprendía continuamente en el aspecto intelectual. Cleo era más que notable en los estudios, pero, además demostraba a cada instante que tenía un cerebro despierto y ágil que le permitía codearse en conversaciones con personas de cualquier edad.
Los padres se habían alejado bastante del matrimonio de la casa de al lado en el último año. O más bien fueron los vecinos quienes se distanciaron de los progenitores de Cleo y, aunque nadie se puso a analizar aquello, sin duda fue favorecido por la madre de su vecino y compañero de clase porque, casi sin darse cuenta, se la comían los celos por Cleopatra. El especial atractivo que despertaba en su hijo y que, en algún momento, pareció notar en su propio marido, por imposible que pareciera aquello, para ella era una realidad.
Sin embargo, de lo que ella no tenía duda es de que todo empezó cuando la familia de Cleo y ellos veían una película que los chicos prefirieron ignorar, por lo que se retiraron. Su marido se había ausentado y todos pensaban que estaba en el servicio; pero cuando vio que tardaba demasiado fue a buscarlo y lo encontró junto a la ventana de su habitación. Aunque él aseguró que ya iba a bajar y no contestó a la pregunta de por qué había tardado, ella, aun tranquila, se acercó a la cortina y vio a la jovencita en la ventana de enfrente, un piso más abajo, sentada frente a su ordenador, con una luz que iluminaba muy bien la estancia, solo con unas pequeñas braguitas oscuras puestas y aquella fabulosa figura. Después de eso, vigilante, se dio cuenta de que el escenario se repetía con mucha frecuencia y su hijo era un asiduo espectador. Y, tanto su marido como el niño, parecían rendir pleitesía a aquella jovencita que se hacía la boba cuando le interesaba y era una sabionda cuando quería. La verdad, exponía tanta madurez en su comportamiento y una figura femenina que no parecía rival adecuada para una madre entrada en años, pensaba. Así empezó y acabó el distanciamiento que, aunque alejaba a las dos familias, se rompía por los espectáculos que se proyectaban desde la habitación de aquella estrella y que gustaban de disfrutar en privado los hombres de la casa de enfrente.
Ella no podía hacer más. Le daba vergüenza admitir que desde su casa se miraba al interior de la de otros, aunque fuese una realidad. Además, fuera del entorno que dominaba, los hombres de su casa seguían manteniendo una cordial relación con Cleo.

Episodio 3: La guagua

Repetía último curso y todos los días se trasladaba en aquella guagua, camino del instituto, donde subía regando un aroma a hormonas desatadas en las mañanitas de primavera y volvía a erigirse en monarca, al atraer todas las miradas. Al menos, todas las miradas que le resultaban interesantes y que formaban una prole que le rendía pleitesía, a veces, un poco descaradamente; y si no de forma tan descarada, sí que con intención de que la muchacha se diera cuenta, y ella respondía virando la cara hacia otro lado sonriente, como ensimismada. Aquel gesto, que con el tiempo dominó perfectamente, era una invitación real a la aventura, y no solo dio el resultado esperado, sino que en ocasiones tuvo que poner freno a los invitados al sentirse de verdad apurada por el impulso que ella misma creaba. Se sentía dominante, detrás de aquel disfraz de jovencita inocente y ocupada. Siempre pareció mayor de su edad y ahora no era una excepción: por momentos se podía dudar si se trataba de una estudiante de instituto o una ejecutiva o secretaria aniñada.
La primera vez fue casi sin querer, pero notó la mirada lenta que la recorría desde los pies a la cabeza de aquel chico mayor. Andaba entre un trabajador o un músico, con el pelo un poco largo y un cuerpo ya formado como el que desearía cualquiera de sus amigas. Ella se prestó a la contemplación de él, sonriente, sin rehuir la mirada del mirón, sino al contrario. Se giraba lentamente, se mordía un poco el labio inferior y jugaba con el bolígrafo en su boca… Lo hizo tan bien que de repente notó su aliento limpio en la nuca. Movió su pelo, con la intención de devolver la pelota y tuvo que pedir perdón, muy bajito, para que quedara entre ellos. Estaban de pie, en una guagua atestada, para un trayecto de 15 o 20 minutos por lo menos y no tardó ni cinco en atrapar a su presa. Pero ahora era ella la que empezaba a sentirse apresada por el cuerpazo de aquel hombre que, desde su primer contacto, mostró que Cleo había conseguido cierta tensión física en él. Tensión que no paraba de crecer y que agrandaba a la chica que se sentía protagonista de toda aquella atracción irrefrenable.
Por dos ocasiones quitó su mano de la cadera, cuando el joven intentaba estrecharla más, pero lo hacía delicadamente y sin apartarse: estaba disfrutando de la situación tanto o más que el chico. Y así, llegó el momento en que se bajó de la guagua, húmeda y satisfecha, grandiosa como una diosa, con un secreto que disfrutaría recordando y no era para compartir con nadie. Esperaba que su presa hiciera lo mismo y eso la excitaba con solo imaginarlo.
Durante todo el último curso del instituto, el trayecto en guagua hasta el centro, y algunas veces el de vuelta, fueron una aventura. Aunque pocas veces volvió a ser tan excitante como la primera.

Episodio 4: Clase de gimnasia

Solo una vez a la semana, cada jueves a última hora de la mañana, había clase de gimnasia en el instituto. Era una hora intensa, sobre todo para quienes no hacían otra actividad física en toda la semana, como era la mayoría de la clase de Cleopatra.
Casi cuarenta alumnos, más chicas que chicos, no paraban de sudar durante la hora del demente aquel que parecía pedir más cada semana. Pero, al final, solo se duchaban unas diez o doce chicas, que hacían turnos en cuatro duchas que había en el vestuario femenino. En el de chicos parecían tardar un poco más, y al final siempre se oía la voz del limpiador del colegio metiéndoles prisa desde el exterior de ambos recintos. Muchas veces se lo cruzaba a la salida, allí, en el pasillo, con su cubo lleno de agua, la fregona y trapos en las manos o sobresaliéndole de los bolsillos.
El limpiador se llamaba Santiago. Era un señor que hacía de portero del instituto y tenía su casa junto a la entrada principal. Juana, su mujer, que era la encargada de la cantina, era un encanto y siempre estaba sonriente. Los dos componían una curiosa unidad familiar, conocida y respetada por todo el alumnado.
Cleo era de las que se duchaba siempre después de la clase, por eso llevaba una muda de ropa y toalla que dejaba en el bolso de deporte, encima de los bancos largos que había pegados a la pared del vestuario. La primera vez que observó algo raro, se dio cuenta de que había una leve mancha en la parte interna de su ropa interior limpia. Su instinto fue acercarla a su nariz y, cuando le pareció encontrar aquel olor familiar, volvió a inspirar fuerte y profundo hasta cerciorarse de que la prenda olía a sexo masculino. Su imaginación se disparó inmediatamente y, al tiempo que cogía un salvaslip, se puso el tanguita repasando las caras de posibles visitantes al vestuario sin encontrar certeza en ninguna.
Una semana después, cuando ya no recordaba lo de la anterior, volvió a encontrar restos en su ropa interior. Esta vez, el rastro se notaba más líquido que el otro y, además de volver a olerlo, lo tocó con la yema de los dedos para despejar cualquier duda de su origen. Entonces miró hacia todos lados, un poco asustada, se vistió rápido y salió de allí sin dejar de darles vueltas a aquello hasta llegar a casa y encerrarse en su habitación. Allí, a solas, se quitó la ropa y observó con detalle el regalito que le habían dejado y, sin darse cuenta, acabó oliendo profundamente la casi inexistente mancha y mordiendo sus propias bragas, mientras imaginaba cosas inenarrables y se acariciaba frente al espejo.
A la semana siguiente, dejó en la parte de arriba del bolso unas braguitas de seda usadas, pero sin lavar, sobre la toalla. Cerró la bolsa de deportes y salió nerviosa, casi arrepentida de llevar a cabo lo que estaba tramando toda la semana. Sufrió una larga hora de gimnasia, desconcentrada y sudando por todos lados. Al final, se quedó sola sin ducharse, entretenida hasta que salieron las demás. Entonces abrió el bolso y allí estaba su regalo. Esta vez era mucho más evidente. Había encontrado un canal de comunicación con algún admirador secreto y era el momento de disfrutarlo. Cogió la prenda y se metió a darse una larga ducha, esperando que el conserje acabara por echarla de allí. Solo al terminar la larga ducha con final feliz, se dio cuenta de que el hombre limpiaba el vestuario de chicos después y el de chicas, seguramente, lo había limpiado durante la hora lectiva.
Al año siguiente salía del instituto con un año más de lo que debía; pero el recuerdo de aquello aparecería cada vez que usara un vestuario de espacios públicos durante toda la vida.


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