Lo nunca visto (Sección "Lluvia de piedras")

El hijo había llevado el coche hasta la casa de los tíos, donde estaba su padre desde media mañana. Su madre, sentada al lado, disfrutó de la brisa que entraba por su ventana y por la del conductor de aquel antiguo Land Rover. Su marido nunca bajaba más de dos deditos el cristal del conductor, a pesar de que el jeep no tenía aire acondicionado.

A la vuelta, el coche lo cogió el viejo. El hijo lo había parado dentro de la finca y dejado los cristales bajados. Su padre ni se percató del hecho: estaba alegre cuando salió de la bodega de su hermano y el calor que seguía haciendo cuando caía la tarde no ayudó.

El viejo salió despacio, sorteando baches e incorporándose a la carretera muy lento, con propiedad y hasta la prepotencia del robusto vehículo rural que caminaba por aquella vía hacía tanto. Sin querer, en la bajada hacia su destino, el coche se puso a poco más de 50; y entonces fue cuando volvió a ser invadido por aquella inusual brisa, que nunca hubiera entrado con el pedacito que solía dejar abierto el cristal su conductor habitual. El aire hizo que el sombrero del viejo volara hacia atrás, dentro del vehículo. Con el mismo impulso el conductor se dio la vuelta y estiró la mano, a punto de atraparlo. Pero en el giro, la otra mano torció la dirección saliendo el vehículo a la cuneta y chocando contra el muro de una huerta colindante. Hasta ese momento, el hijo no había apreciado que bajo el famoso sombrero que solo se sustituía por otro idéntico había una resplandeciente calva. Entonces, se preguntó si su madre conocía aquella parte o si su padre se quitaba el sombrero para dormir. También era muy posible que se lo quitara con la luz apagada o que él fuera concebido con el casco puesto, conociendo lo cabezota que era el viejo.

Hasta a la policía local le costó entender cómo se salió de la carretera el Land Rover que siempre paseaba la zona a 50, como mucho. El patriarca parecía entero y muy solemne, como siempre, coronado por aquel majestuoso sombrero.