Y comieron perdices
Cuando
era pequeña, las de su edad se reían de ella. Era muy raro ver una mofeta
albina, de hecho, en toda su vida no conoció otra igual. Al contrario de sus
semejantes, ella solo tenía en el cuerpo dos rayas negras que lo cruzaban desde
su cabeza al trasero, recorriendo ambos laterales; y unos círculos negros
alrededor de los ojos, que le permitían ver con la claridad del resto de su
especie.
De
mayor, además de haber desarrollado las habilidades cazadoras de roedores,
aprendió a hacerse pasar por un zorro blanco. Así no espantaba a sus presas,
que acababan por ponerse al alcance; aunque, los más viejos se atrevieran a
afirmar que “algo les olía mal” justo antes de caer en sus fauces. Por aquel
entonces, en realidad, solo las aves más distraídas formaban parte de su dieta.
Tras
aquel invierno, que pasó sin salir apenas de la madriguera, fue sorprendida por
un auténtico zorro mejicano. El caballero quedó desconcertado por la belleza de
la dama blanca y no dudó en cortejarla.
-
Chica, no sé qué has comido, pero deberías
cuidar la dieta. – Dijo el macho, después de haber acercado su hocico a la
entrepierna de la albina incógnita.
-
Lo siento, me cogiste en un mal momento. –
Afirmó la mofeta, acostumbrada al engaño continuo.
-
Bueno, sigo encontrándote muy atractiva. Creo
que me gustaría emparejarme contigo y darte unos preciosos cachorritos.
Con él
aprendió a cazar aves y tuvo varias camadas que dieron como fruto preciosos
animales de pelo blanco, gris, y hasta negro. Alguien, los bautizó para siempre
Cadejos.
Así
empieza el cuento de terror que aún cuentan los chivicoyos o perdices mejicanas: hoy, en peligro de extinción.
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