El grabado (Sección "Lluvia de piedras")



“Que el cielo te sea leve” rezaba su epitafio. Nadie, sino su pareja y familiares más cercanos, se atreverían a escribir así sobre el contenedor de sus cenizas, por supuesto, para cumplir con su último deseo. Solo les dejó libertad para escoger “cielo” o “infierno”, según ellos decidieran.

Durante muchos años contó la historia de los dos combatientes republicanos, ateos (como él), que se mofaban del cura que se movía entre la tropa bendiciendo y dando la extrema unción a los soldados republicanos que dejaban la vida en la contienda. Contaba que, cuando falleció uno, el otro no permitió que el cura lo tocara, aunque aquello le creó un miedo inusual; digamos que cierta inseguridad. Cuando el segundo cayó muerto, y de repente apareció en un lugar semejante a lo que describían como “el cielo”, estuvo a punto de entrarle el pánico. Lo mismo le pasó cuando se le aproximó su estimado amigo y compañero de trinchera, que había caído justo antes que él y al que no había permitido que se le acercara el cura. Entonces, sorprendido, inquirió: ¿esto es el infierno?

-  Noo – dijo sonriendo su amigo – Esto es el cielo: y el jefe quiere hablar con nosotros.
Fue el mismísimo Dios quién les explicó que solo ellos estaban allí, de entre todos los combatientes de su trinchera; porque eran los únicos que “no habían utilizado su nombre en vano, para su provecho personal o para descalificar a otros seres humanos”.


Tal vez por aquel cuento y alguna cosita más de su forma de ser, sus amigos y familiares, no dudaron que tenía que haber algún tipo de cielo para tan buena gente y, por eso, su urna acabó con aquel grabado.

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