Un cuento sin titular (Sección "Lluvia de piedras)
Dicen
que hubo un tiempo, antes del lenguaje escrito, en que la cultura se transmitía
casi exclusivamente con el lenguaje oral. Al parecer, los contadores de cuentos
eran los guardianes del saber. Pero claro, es que cada persona tenía un cuento
que contar: y, aunque el cuento se repitiera, la versión personal lo
enriquecía, le daba su propia forma; consiguiendo, incluso, distintas
interpretaciones de la misma historia.
Las
personas heredaban relatos para contar: para moldear después a su manera y
hacerle llegar a la siguiente generación una nueva versión personal que,
repetida hasta la saciedad, cogía la forma ideal después de ser contada más de
mil veces, aseveraban. Quizás por eso, los cuentos de los viejos eran más
apreciados que los de quienes se notaba que empezaban a contar.
Al
principio, todos compartían historias sin miedo a oír la misma versión en boca
de los demás. Pero llegó un momento en que alguien, a quién se le daba muy bien,
se empeñó en plasmar sus historias en un alfabeto de símbolos nuevos, con ánimo
de que no fuese cambiado el significado que él supo aplicar. Y lo hizo. Y el
nuevo lenguaje siguió estampando cuentos, de cazadores, de grupos humanos enteros,
de animales inalcanzables, de rutinas y de aventuras grandiosas. Cuanto más se
avanzaba en el lenguaje escrito, más se oficializaba que la leyenda que valía
la pena tenía que estar, obligadamente, reflejada en imágenes y grabados. Hasta
que, sin quererlo, los cuentos que pasaban de boca en boca quedaron en un segundo
plano; en un plano secundario que se consideró de menos valor.
Así se
empezó a atrofiar la imaginación humana hasta llegar al punto actual; donde la
ficción se convierte en mentira, casi siempre utilizada para el beneficio
personal y, muchas veces, sin pena de poder dañar a los demás; y la invención
de historias se limitó a quién aprendió a firmar.
Anónimo
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