MIÉRCOLES

El color rosado predominaba, aquel día, en su vestimenta. No era uno de sus grandes días y lo sabía; había amanecido con un terrible dolor de cabeza, la migraña que heredó de su madre.
La tarde transcurrió más rápida, provechosa y divertida que la mañana de aquel día tan dulce como extraño. Sin querer se le hizo de noche y decidió pasarse un rato por el bar de siempre. ¿No hay amigos hoy? Qué pena... Pero sí, “llegaste y me quedé, pensaba marcharme”.
- Yo también, aunque no te lo creas. (Le respondió el amigo que llegaba en ese instante)
Era la segunda vez que se veían. En la primera, la conexión fue inmediata, casi que se hicieron amigos. Pero esta noche todo era “diferente”...
A él le llamó la atención -de una forma asombrosa- que ella le permitiera un roce en la mano, caricias en el pelo, tocarle la cara. Ella, mujer madura, elegante y solitaria, se dejaba querer porque le sentaba bien a su piel el tacto de aquella mano desconocida, extraña. Hacía meses de su última relación, no había vuelto a “dejarse tocar” la cara de ningún hombre, al menos de esa linda manera.
Por lo que él vio en ella cuando la conoció, jamás imaginó que accedería a estar con él toda la noche. Se sentía embriagado por la arrolladora, a la vez que tierna y segura forma de ser de aquella perla rara. Se sentía maravillado de que le dijera “ven..., vamos a otro bar..., acompáñame..., si no hubieses venido conmigo ya me habría ido..., me caes bien..., quizá podamos ser amigos algún día...”
Llegaron las despedidas, dos besos en la cara, tan sólo dos. Primero uno, largo y dulce. Después el segundo, más intenso, casi interminable. Ella cerró los ojos, él le susurró:
- ¡Qué bien hueles!
- Hasta luego.
Acabó su noche sintiéndose reina por un día, querida, mimada por un rato. Y se fue sola a casa.
Él era casado...
- Lulú Hidalgo

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