El
rudo capitán escondió una lágrima irrefrenable; a su segundo le
pareció ver algo, pero no se atrevió a asegurar
nada.
Cuando, pasada una semana, se repitió el caso, ya a bordo el grupo
de emigrantes, el personaje se desvivía y resultaba irreconocible.
Su entorno más inmediato tuvo que admitir que había cambiado y, al
final, a nadie le extrañó que dejara la pesca pero siguiera
navegando en aquellas aguas.
Transmitía
la paz de un náufrago aferrado a un salvavidas, tras superar la
desesperación de enfrentarse en soledad a la peor
tormenta en altamar.
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