El metro (Sección "Lluvia de piedras")




Aquel grandullón que se me había sentado al lado me contó su historia sin habérselo pedido, pero uno aguanta mucho por educación y respeto a la gente mayor. El señor afirmaba haber hecho una carrera en dos años, cosa poco habitual. La verdad, no tenía cuerpo de deportista así que me tragué risueño aquella afirmación de que empezó la carrera un 31 temprano y cruzó la meta el día uno a las cinco de la mañana; porque lo paraba mucha gente conocida y lo entretuvieron demasiado. Esas son cosas que te pueden ocurrir cuando te subes la mañana del último día del año en el transporte público, vestido con ropa deportiva, aunque no vayas a correr la San Silvestre.
Desde que se despidió y se bajó me levanté yo también del asiento y me acomodé un metro más adelante. Allí encontré una compañía mucho menos parlanchina. En realidad, intimidaba la imagen de aquella asiática que dormía frente a mí con los ojos abiertos. Sus cuencas blancas y su piel clara le daban apariencia de zombi, y sus ronquidos se añadían a la estampa siniestra hasta sumar dos asientos. Lo peor era que, según el mecánico, el coche no me lo daban hasta el día dos por lo menos. Sin duda, mi metro cuadrado de confort estaba secuestrado en aquel taller.



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